Eslaf Erol era el último vástago de los soberanos del próspero reino nórdico de Erolgard: la reina Lahpyrcopa y el rey Ytluaf. Concretamente, el último de los quintillizos que la reina dio a luz. Durante su embarazo, Lahpyrcopa llegó a medir dos veces más de ancho que de alto, y el parto duró tres meses y seis días. No es de extrañar, pues, que tras alumbrar a Eslaf exclamara “¡adiós y hasta nunca!” y diera su último suspiro.
Como la mayoría de los nórdicos, Ytluaf no se preocupaba mucho de su esposa y menos aún de sus hijos. Por ello, sorprendió a sus súbditos cuando anunció que, fiel a la antigua tradición de Atmora, seguiría a su amada esposa a la tumba. Nadie se había imaginado que la pareja estuviera tan enamorada. Ni siquiera estaban al tanto de que existiera tal tradición. Aun así, les pareció estupendo, ya que este pequeño drama de la realeza les había sacado de su habitual aburrimiento, un problema bastante común en las partes más distantes y oscuras del norte de Skyrim, sobre todo en invierno.
Ytluaf convocó a todo el personal del castillo y a sus cinco regordetes y gritones herederos para dividir sus propiedades. A su hijo Ynohp le cedió su título, a su hijo Laernu le dejó la tierra, a su hijo Suoibud le entregó su fortuna y a su hija Laicifitra le legó el ejército. Sus consejeros le sugirieron que no dividiese la herencia por el bien del reino, pero a esas alturas a Ytluaf no le importaban sus consejeros y mucho menos el reino. Tras hacerlo público, se cortó el pescuezo con su propia daga.
Una de las nodrizas, bastante tímida por cierto, se atrevió a hablar antes de que al rey se le escapara la vida. “Su alteza se olvidó del quinto niño, el pequeño Eslaf”. El bueno de Ytluaf refunfuñó. Después de todo, no le resultaba fácil concentrarse con la sangre brotándole por la garganta. El rey intentó pensar en algo, pero no le quedaba nada que poder legarle.
Finalmente farfulló irritado “Eslaf debería haber protestado y cogido algo”, tras lo cual expiró.
No se puede esperar que un bebé de tan solo unos días pueda exigir su herencia, pero esas fueron las palabras de su padre y por tanto sus derechos de nacimiento. No tendría nada que no hubiera cogido.
Puesto que nadie más quería hacerse cargo del bebé, la tímida nodriza, llamada Drusba, se lo llevó a su casa, una chabola decrépita que fue empeorando con el tiempo. Drusba no consiguió encontrar trabajo y se vio obligada a vender los muebles para alimentar al pequeño Eslaf. Para cuando empezó a caminar y hablar, Drusba ya había vendido las paredes y el tejado. Solo podían llamar hogar al suelo donde dormían. Y cualquiera que haya estado en Skyrim, sabrá que eso no basta.
Drusba no le había contado a Eslaf la historia de su nacimiento, ni que sus hermanos y hermana vivían una vida bastante apacible y tranquila gracias a su herencia. Como habíamos señalado anteriormente, era algo vergonzosa y no sabía muy bien cómo abordar el tema. De hecho, debido a su timidez, cada vez que Eslaf le preguntaba por sus orígenes Drusba salía corriendo. En realidad, huir era su respuesta a prácticamente todo.
Para poder hablar, Eslaf tenía que ir tras ella, así que aprendió a correr y a andar casi al mismo tiempo. Al principio no podía seguirla, pero poco a poco aprendió el ritmo de punta-talón si preveía una carrera rápida y corta, y talón-punta si parecía que Drusba se preparaba para un largo maratón. Nunca llegó a conseguir las respuestas que buscaba, pero sí que aprendió a correr.
Mientras Eslaf crecía, el reino de Erolgard iba empeorando más y más. El rey Ynohp no disponía de fondos ni de la renta de ninguna propiedad, ya que la riqueza estaba en manos de Suoibud y las propiedades en las de Laernu. Tampoco tenía ningún ejército con el que proteger a su gente, ya que lo había heredado Laicifitra. Además, puesto que solo era un niño, las decisiones las tomaba el consejo de Ynohp, un órgano bastante corrupto. Así pues, la burocracia se fue adueñando del reino. Los tributos eran cada vez mayores, el crimen campaba a sus anchas y continuamente había incursiones de los reinos vecinos. La situación tampoco es que se diferenciara mucho de la de cualquier otro reino de Tamriel, pero seguía sin resultar agradable.
Un día, el recaudador llegó a la casucha de Drusba y se quedó con lo único que pudo: el suelo. En lugar de protestar, la pobre y tímida doncella salió corriendo y Eslaf nunca volvió a verla.
Sin hogar y sin madre, Eslaf no sabía muy bien qué hacer. Acostumbrado a vivir prácticamente al aire libre, soportaba muy bien el frío, pero estaba hambriento. “¿Podrías darme un trozo de carne?”, preguntó en la carnicería que había en su misma calle. “Tengo mucha hambre”. El carnicero conocía al chico desde hacía años y a menudo le comentaba a su mujer la lástima que le daba por crecer en un hogar sin techo ni paredes. Sonrió a Eslaf y le dijo: “Vete de aquí, si no quieres que te atice”. Eslaf se alejó corriendo y se dirigió a la taberna más cercana. El tabernero había sido ayuda de cámara en la corte del rey y sabía que el chico era un príncipe. En muchas ocasiones, había visto al pobre muchacho harapiento vagando por las calles y le apenaba su destino cruel. “¿Podrías darme algo de comer?”, pidió Eslaf. “Tengo mucha hambre”. “Tienes suerte de que no te cocine y te coma ahora mismo”, respondió el tabernero.
Eslaf abandonó el recinto de inmediato. Durante el resto del día, el chico fue pidiendo comida de puerta en puerta. Solo una persona le arrojó algo, pero enseguida se dio cuenta de que tan solo era una roca, algo poco comestible.
Cuando cayó la noche, un hombre andrajoso se le acercó y, sin decir palabra, le ofreció una pieza de fruta y algo de carne seca. El chico, sorprendido, cogió ambas cosas y las devoró en un instante, tras lo cual se lo agradeció profusamente. “Si mañana te veo pidiendo por las calles”, gruñó el hombre, “yo mismo te mataré. El gremio solo admite cierta cantidad de mendigos en una misma ciudad, y tú sobras. Nos estás arruinando el negocio”.
Menos mal que Eslaf Erol sabía correr… No paró durante toda la noche.
Ytluaf convocó a todo el personal del castillo y a sus cinco regordetes y gritones herederos para dividir sus propiedades. A su hijo Ynohp le cedió su título, a su hijo Laernu le dejó la tierra, a su hijo Suoibud le entregó su fortuna y a su hija Laicifitra le legó el ejército. Sus consejeros le sugirieron que no dividiese la herencia por el bien del reino, pero a esas alturas a Ytluaf no le importaban sus consejeros y mucho menos el reino. Tras hacerlo público, se cortó el pescuezo con su propia daga.
Una de las nodrizas, bastante tímida por cierto, se atrevió a hablar antes de que al rey se le escapara la vida. “Su alteza se olvidó del quinto niño, el pequeño Eslaf”. El bueno de Ytluaf refunfuñó. Después de todo, no le resultaba fácil concentrarse con la sangre brotándole por la garganta. El rey intentó pensar en algo, pero no le quedaba nada que poder legarle.
Finalmente farfulló irritado “Eslaf debería haber protestado y cogido algo”, tras lo cual expiró.
No se puede esperar que un bebé de tan solo unos días pueda exigir su herencia, pero esas fueron las palabras de su padre y por tanto sus derechos de nacimiento. No tendría nada que no hubiera cogido.
Puesto que nadie más quería hacerse cargo del bebé, la tímida nodriza, llamada Drusba, se lo llevó a su casa, una chabola decrépita que fue empeorando con el tiempo. Drusba no consiguió encontrar trabajo y se vio obligada a vender los muebles para alimentar al pequeño Eslaf. Para cuando empezó a caminar y hablar, Drusba ya había vendido las paredes y el tejado. Solo podían llamar hogar al suelo donde dormían. Y cualquiera que haya estado en Skyrim, sabrá que eso no basta.
Drusba no le había contado a Eslaf la historia de su nacimiento, ni que sus hermanos y hermana vivían una vida bastante apacible y tranquila gracias a su herencia. Como habíamos señalado anteriormente, era algo vergonzosa y no sabía muy bien cómo abordar el tema. De hecho, debido a su timidez, cada vez que Eslaf le preguntaba por sus orígenes Drusba salía corriendo. En realidad, huir era su respuesta a prácticamente todo.
Para poder hablar, Eslaf tenía que ir tras ella, así que aprendió a correr y a andar casi al mismo tiempo. Al principio no podía seguirla, pero poco a poco aprendió el ritmo de punta-talón si preveía una carrera rápida y corta, y talón-punta si parecía que Drusba se preparaba para un largo maratón. Nunca llegó a conseguir las respuestas que buscaba, pero sí que aprendió a correr.
Mientras Eslaf crecía, el reino de Erolgard iba empeorando más y más. El rey Ynohp no disponía de fondos ni de la renta de ninguna propiedad, ya que la riqueza estaba en manos de Suoibud y las propiedades en las de Laernu. Tampoco tenía ningún ejército con el que proteger a su gente, ya que lo había heredado Laicifitra. Además, puesto que solo era un niño, las decisiones las tomaba el consejo de Ynohp, un órgano bastante corrupto. Así pues, la burocracia se fue adueñando del reino. Los tributos eran cada vez mayores, el crimen campaba a sus anchas y continuamente había incursiones de los reinos vecinos. La situación tampoco es que se diferenciara mucho de la de cualquier otro reino de Tamriel, pero seguía sin resultar agradable.
Un día, el recaudador llegó a la casucha de Drusba y se quedó con lo único que pudo: el suelo. En lugar de protestar, la pobre y tímida doncella salió corriendo y Eslaf nunca volvió a verla.
Sin hogar y sin madre, Eslaf no sabía muy bien qué hacer. Acostumbrado a vivir prácticamente al aire libre, soportaba muy bien el frío, pero estaba hambriento. “¿Podrías darme un trozo de carne?”, preguntó en la carnicería que había en su misma calle. “Tengo mucha hambre”. El carnicero conocía al chico desde hacía años y a menudo le comentaba a su mujer la lástima que le daba por crecer en un hogar sin techo ni paredes. Sonrió a Eslaf y le dijo: “Vete de aquí, si no quieres que te atice”. Eslaf se alejó corriendo y se dirigió a la taberna más cercana. El tabernero había sido ayuda de cámara en la corte del rey y sabía que el chico era un príncipe. En muchas ocasiones, había visto al pobre muchacho harapiento vagando por las calles y le apenaba su destino cruel. “¿Podrías darme algo de comer?”, pidió Eslaf. “Tengo mucha hambre”. “Tienes suerte de que no te cocine y te coma ahora mismo”, respondió el tabernero.
Eslaf abandonó el recinto de inmediato. Durante el resto del día, el chico fue pidiendo comida de puerta en puerta. Solo una persona le arrojó algo, pero enseguida se dio cuenta de que tan solo era una roca, algo poco comestible.
Cuando cayó la noche, un hombre andrajoso se le acercó y, sin decir palabra, le ofreció una pieza de fruta y algo de carne seca. El chico, sorprendido, cogió ambas cosas y las devoró en un instante, tras lo cual se lo agradeció profusamente. “Si mañana te veo pidiendo por las calles”, gruñó el hombre, “yo mismo te mataré. El gremio solo admite cierta cantidad de mendigos en una misma ciudad, y tú sobras. Nos estás arruinando el negocio”.
Menos mal que Eslaf Erol sabía correr… No paró durante toda la noche.
Continuaremos con la historia de Eslaf Erol en la próxima entrega de esta saga: “Ladrón”.
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