Si el lector aún no ha tenido el placer de leer el primer volumen de esta serie sobre la vida de Eslaf Erol,”Mendigo”, le aconsejo que detenga la lectura, ya que proseguiré justo desde donde nos quedamos.
Tan solo apuntaré que, cuando dejamos a Eslaf, era un chico huérfano a quien no se le daba bien mendigar y que, en pleno invierno, estaba atravesando los bosques de Skyrim, muy lejos de su hogar en Erolgard. Eslaf siguió huyendo durante varios años, recorriendo distintos lugares donde permanecía brevemente, y fue creciendo hasta convertirse en todo un joven.
Se dio cuenta de que pedir dinero para obtener comida planteaba bastantes problemas. Le resultaba mucho más fácil encontrar alimento en los bosques o coger algo de los puestos de algún mercado cuando no había nadie vigilando. Peor que mendigar para conseguir comida era suplicar una oportunidad de trabajo. Eso lo complicaba todo aún más. Prefería seguir buscando comida en los campos o limitarse a pedir o a robar.
Cometió su primer hurto poco después de abandonar Erolgard, en los bosques meridionales de Tamburkar, cerca del monte Jensen, al este de la ciudad de Hoarbeld. Eslaf estaba muerto de hambre, ya que a excepción de una escuálida ardilla no había probado bocado en cuatro días. De pronto le llegó un olorcillo a comida y poco después vio el humo. Un grupo de juglares había acampado. Agazapado tras los arbustos, observó como cocinaban, bromeaban y cantaban.
Podría haberles pedido algo de comer, pero ya había recibido bastantes negativas en otras ocasiones, así que optó por acercarse corriendo, coger un trozo de carne del fuego sin importarle las quemaduras y subir al árbol más próximo para zampárselo. A todo esto los juglares se tronchaban mirando hacia arriba.
“Y ¿qué pretendes hacer ahora?”, preguntó riéndose una pelirroja cubierta de tatuajes. “¿Cómo piensas salir de aquí sin que te alcancemos y te demos tu merecido?”
En cuanto se le pasó el hambre, Eslaf comprendió que tenía razón. La única manera de bajar del árbol sin caer en sus manos era saltar desde una de las ramas que daba al arroyo, a unos quince metros de altura. Puesto que parecía la mejor solución, Eslaf comenzó a arrastrarse por la rama en esa dirección.
“¿Sabes saltar chico?”, le dijo un joven khajiita apenas unos años mayor que él, aunque delgado, musculoso y de movimientos gráciles. “Si no es así, más te vale bajar y aguantar lo que te viene encima. Romperte el cuello no es tan buena elección comparada con unos cuantos cardenales”. “Por supuesto que sé saltar”, respondió Eslaf aunque no fuese cierto. En su opinión bastaba simplemente dejarse caer sin pillar nada debajo y dejar que el cuerpo hiciera el resto, pero cuando se mira hacia abajo desde una altura de quince metros, uno se lo piensa dos veces.
“Siento haber puesto en duda tus habilidades, maestro del hurto”, contestó el khajiita con una sonrisa burlona. “Está claro que caerás sobre tus pies con el cuerpo bien estirado, pero eso no evitará que te partas la crisma. Parece que, efectivamente, no lograremos echarte mano con vida”.
Eslaf entendió lo que quería decir el khajiita y se arrojó al río, de forma un tanto torpe, pero sin lastimarse. Con los años, fue realizando saltos desde puntos aún más elevados, normalmente después de algún robo. Y, a veces, sin que hubiera agua que amortiguase la caída, por lo que fue mejorando su técnica.
Cuando llegó a la ciudad de Jallenheim el día que cumplía los 21 años, tardó muy poco en enterarse de quién era la persona más acaudalada y que más merecía “su visita”. En el centro de la ciudad, al lado de un parque, se erigía un palacete inexpugnable propiedad de un hombre joven llamado Suoibud. Eslaf no perdió el tiempo. En seguida lo localizó y empezó a vigilarlo. Como bien sabía, todo recinto amurallado tiene sus peculiaridades y sigue ciertas rutinas, como si de una persona se tratara.
El edificio no parecía muy nuevo, por lo que ese tal Suoibud debía haber amasado su fortuna recientemente. Los guardias patrullaban a todas horas, lo que implicaba que Suoibud temía que le robaran, obviamente por alguna buena razón. El rasgo más distintivo era la torre, que se elevaba unos treinta metros por encima de los muros proporcionando, sin duda, una buena vista defensiva. Eslaf intuía que si Suoibud estaba tan obsesionado como parecía, las bodegas también podrían verse desde la torre. Como cualquier hombre pudiente, querría tener vigilada su fortuna. Lo que significaba que el botín no se hallaba bajo la torre, sino en algún lugar del patio amurallado.
Vio luz en el torreón durante toda la noche, así que decidió, atrevidamente, que era mejor entrar durante el día, ya que Suoibud estaría durmiendo. Además, los guardias no esperarían a un ladrón a esas horas.
Así que justo al medio día, Eslaf escaló el muro de la puerta principal y se ocultó entre la piedra. El patio interior estaba prácticamente vacío, por lo que había muy pocos lugares donde esconderse, aunque había un par de pozos. Los guardias saciaban su sed sacando agua de uno de ellos, pero el otro apenas si tenía uso.
Aguardó a que se distrajeran unos segundos. La llegada de un mercader que llevaba mercancías a palacio le dio la oportunidad que esperaba. Mientras los guardas registraban el carromato, Eslaf saltó elegantemente hacia el pozo.
La caída fue algo dura, porque, como Eslaf se había figurado, el pozo no estaba lleno de agua sino de oro. A pesar de todo, sabía cómo amortiguar el golpe para no hacerse daño. Una vez en el interior, de lo que supuso era la bodega, se llenó los bolsillos todo lo que pudo. Cuando estaba a punto de salir por la puerta que debía conducir a la torre, se topó con una gema del tamaño de un puño, mucho más valiosa, probablemente, que todo el oro que dejaba atrás. Eslaf se la guardó en los pantalones.
La puerta, efectivamente, daba a la torre. Eslaf subió rápido y silencioso por la escalera de caracol. Al llegar arriba se encontró con los aposentos. La estancia estaba adornada con obras de arte de gran valor, así como con espadas y escudos decorativos, aunque el resultado era más bien frío. Eslaf dio por sentado que el bulto que había bajo las sábanas, durmiendo a pierna suelta y roncando, no era otro que Suoibud, aunque no se acercó a cerciorarse. Se dirigió a la ventana y miró hacia abajo.
Saltar no iba a resultar nada fácil. Tenía que llegar hasta los árboles que había al otro lado del muro. El golpe con las ramas sería doloroso pero suavizaría la caída. Además, había dejado preparada una pila de heno para evitar mayores lesiones.
Cuando ya estaba a punto de saltar, el “bello durmiente” se despertó sobresaltado, gritando por su gema.
Eslaf y el tal Suoibud se miraron con los ojos como platos durante un segundo. Se parecían como dos gotas de agua. Algo que no era de extrañar dado que eran hermanos.
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