No sonaba música en la taberna sin nombre de Centinela. De hecho, casi no había ruido a excepción de los discretos y cautelosos murmullos de la conversación, los suaves pasos de la camarera sobre la piedra y los delicados sonidos que emitían los clientes habituales al comer y beber, las lenguas lamiendo sus jarras y los ojos que no se fijaban en nada en especial. Si alguien hubiera estado menos ocupado, la imagen de la joven guardia roja cubierta por una delicada capa de terciopelo negro podría haberle causado sorpresa. O incluso sospecha.
Y así, aquel extraño personaje, que se encontraba fuera de lugar en una bodega tan modesta que, por no tener, no disponía ni de cartel, se fundía con las sombras.
“¿Eres Jomic?” El corpulento hombre de mediana edad, de rostro avejentado, miró hacia arriba para afirmar después con la cabeza. Volvió a su bebida. La joven tomó asiento a su lado. “Me llamo Haballa”, dijo mientras sacaba una pequeña bolsa de oro que colocó cerca de su jarra. “Seguro”. Gruñó Jomic buscando de nuevo su mirada. “¿A quién quieres que mate?” Ella no se apartó, se limitó a preguntar: “¿Este es un lugar seguro para hablar?” “Aquí a nadie le importan los problemas de los demás, solo se preocupan por los suyos. Podrías quitarte la coraza y bailar con los pechos desnudos sobre la mesa y nadie te haría ni caso”, sonrió el hombre. “Así que, ¿a quién quieres que mate? “En realidad, a nadie”, dijo Haballa. “La verdad es que quiero que alguien… desaparezca durante un tiempo. No quiero que resulte herido, ¿entiendes? Por eso necesito la ayuda de un profesional. Me han dado muy buenas referencias de ti”. “¿Con quién has hablado?”, preguntó Jomic con voz de aburrimiento, volviendo de nuevo a su bebida. “Con el amigo de un amigo, de un amigo, de un amigo”. “Uno de esos amigos no sabe de lo que está hablando”, refunfuñó el hombre. “Ya lo he dejado”. Haballa sacó en silencio una bolsa de oro y luego otra, colocándolas cerca del codo del hombre. Él la miró un momento y, a continuación, extrajo el oro y se puso a contarlo. Mientras lo hacía, le preguntó: “¿Quién quieres que desaparezca?” “Un momento”, sonrió Haballa sacudiendo la cabeza, “antes de que hablemos de los detalles, quiero estar segura de que eres un profesional, de que no le harás mucho daño a esa persona y de que serás discreto”. “¿Quieres discreción?”, preguntó el hombre, e hizo una pausa en el recuento de monedas. “Está bien, te contaré uno de mis antiguos trabajitos. Fue hace… por Arkay, casi no puedo creerlo… más de doce años y yo soy el único que queda con vida de todos los que tenían que ver con aquel trabajo. Es bastante anterior a los tiempos de la Guerra de Betony, ¿te acuerdas?” “Yo solo era un bebé”. “Claro que lo eras”, sonrió Jomic. “Todo el mundo sabe que el rey Lhotun tenía un hermano mayor, Greklith, que murió ¿no? Y luego tenía una hermana mayor, Aubki, que se casó con ese tipo, con el rey de Salto de la Daga. Sin embargo, la verdad es que tenía dos hermanos mayores”. “¿En serio?”, los ojos de Haballa brillaron de interés. “No te miento”, rio entre dientes. “El primogénito del rey y la reina era un tipejo debilucho y enclenque que se llamaba Arthago. Sea como sea, ese príncipe era el heredero al trono, lo que no les hacía demasiada gracia a sus padres. Pero después la reina parió a otros dos príncipes, que eran un poco más apañados. Entonces fue cuando me contrataron a mí y a mis chicos para que pareciera como que se lo había llevado el Infrarrey o algo así”. “¡No tenía ni idea!”, susurró la joven. “Por supuesto que no, esa es la clave”, afirmó Jomic moviendo la cabeza. “Discreción, como me has dicho. Metimos al chaval en un saco y lo dejamos en el fondo de unas antiguas ruinas, y se acabó. No hubo líos. Tan solo éramos un par de tíos, un saco y un garrote”. “En eso es en lo que estoy interesada, en la técnica”, dijo Haballa. “Mi… amigo, al que necesito que se lleven, también es débil, como aquel príncipe. ¿Para qué era el garrote?” “Es una herramienta. Muchas de las cosas que eran buenas en el pasado ya no se utilizan, solo porque la gente, hoy en día, prefiere que sea fácil de usar a que funcione bien. Deja que te explique: los principales centros de dolor en el cuerpo de un hombre normal son setenta y uno. Los elfos y los khajiitas son más sensibles y todo eso, así que tienen tres y cuatro más cada uno. Los argonianos y los sload, tienen como cincuenta y dos y sesenta y siete”, contó Jomic, mientras apuntaba con su corto y chato dedo cada región en el cuerpo de Haballa, “seis en la frente, dos en la ceja, dos en la nariz, siete en la garganta, diez en el pecho, nueve en el abdomen, tres en cada brazo, doce en la ingle, cuatro en la mejor pierna y cinco en la otra”. “Suman sesenta y tres”, respondió Haballa. “No, seguro que no”, gruño Jomic. “Sí, ese es el total”, respondió la joven gritando, indignada ante la idea de que sus habilidades matemáticas se pusieran en duda: “seis más dos, más dos, más siete, más diez, más nueve, más tres por un brazo y tres por el otro, más doce, más cuatro y más cinco son sesenta y tres”. “Me habré olvidado de alguno”, dijo Jomic encogiéndose de hombros. “Lo importante es ser hábil con el bastón o el garrote, tienes que dominar esos centros de dolor. Si lo haces bien, con un golpecito suave puedes matar o noquear a alguien dejándole como mucho un cardenal”.“Fascinante”, sonrió Haballa. “¿Y alguna vez lo ha averiguado alguien?” “¿Por qué habrían de hacerlo? Los padres del niño, el rey y la reina, están ya los dos muertos. Los otros hijos siempre pensaron que a su hermano se lo llevó el Infrarrey. Eso es lo que piensa todo el mundo. Y todos mis compañeros están muertos”. “¿Por causas naturales?” “En la bahía nunca pasa nada natural, lo sabes, ¿no? A un tipo lo absorbió uno de esos selenu. Otro murió de la misma plaga que se llevó a la reina y al príncipe Greklith. El otro murió apaleado por un ladrón. Tienes que hablar bajo, mantenerte fuera de la vista, como yo, si quieres seguir con vida”. Jomic terminó de contar las monedas. “De verdad debes de querer que este tipo se quite de tu camino. ¿De quién se trata?” “Será mejor que te lo enseñe”, dijo Haballa, poniéndose de pie. Sin mirar atrás, salió dando zancadas de la taberna sin nombre. Jomic apuró su cerveza y salió. La noche era fría, soplaba un viento desenfrenado que levantaba oleaje en las aguas de la bahía de Iliac y propulsaba a las hojas para que salieran volando como si de añicos arremolinados se tratase. Haballa salió del callejón próximo a la taberna y le un gesto. Cuando él se acercó, la brisa sopló abriendo su capa y revelando la armadura que llevaba debajo y el blasón del rey de Centinela. El hombre gordo trató de echarse hacia atrás para escapar, pero ella era demasiado rápida. En un abrir y cerrar de ojos, se encontró de espaldas en el suelo del callejón con la rodilla de la mujer presionándole la garganta con fuerza. “El rey ha pasado muchos años desde que subió al trono buscándote a ti y a tus colaboradores, Jomic. No me dio instrucciones específicas de qué hacer si te encontraba, pero me has dado una idea”. De su cinturón, Haballa sacó una pequeña y sólida porra. Un borracho que había salido del bar, oyó un gemido de dolor acompañado de un suave susurro que provenía del oscuro callejón: “Esta vez, vamos a llevar mejor la cuenta. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete…
“¿Eres Jomic?” El corpulento hombre de mediana edad, de rostro avejentado, miró hacia arriba para afirmar después con la cabeza. Volvió a su bebida. La joven tomó asiento a su lado. “Me llamo Haballa”, dijo mientras sacaba una pequeña bolsa de oro que colocó cerca de su jarra. “Seguro”. Gruñó Jomic buscando de nuevo su mirada. “¿A quién quieres que mate?” Ella no se apartó, se limitó a preguntar: “¿Este es un lugar seguro para hablar?” “Aquí a nadie le importan los problemas de los demás, solo se preocupan por los suyos. Podrías quitarte la coraza y bailar con los pechos desnudos sobre la mesa y nadie te haría ni caso”, sonrió el hombre. “Así que, ¿a quién quieres que mate? “En realidad, a nadie”, dijo Haballa. “La verdad es que quiero que alguien… desaparezca durante un tiempo. No quiero que resulte herido, ¿entiendes? Por eso necesito la ayuda de un profesional. Me han dado muy buenas referencias de ti”. “¿Con quién has hablado?”, preguntó Jomic con voz de aburrimiento, volviendo de nuevo a su bebida. “Con el amigo de un amigo, de un amigo, de un amigo”. “Uno de esos amigos no sabe de lo que está hablando”, refunfuñó el hombre. “Ya lo he dejado”. Haballa sacó en silencio una bolsa de oro y luego otra, colocándolas cerca del codo del hombre. Él la miró un momento y, a continuación, extrajo el oro y se puso a contarlo. Mientras lo hacía, le preguntó: “¿Quién quieres que desaparezca?” “Un momento”, sonrió Haballa sacudiendo la cabeza, “antes de que hablemos de los detalles, quiero estar segura de que eres un profesional, de que no le harás mucho daño a esa persona y de que serás discreto”. “¿Quieres discreción?”, preguntó el hombre, e hizo una pausa en el recuento de monedas. “Está bien, te contaré uno de mis antiguos trabajitos. Fue hace… por Arkay, casi no puedo creerlo… más de doce años y yo soy el único que queda con vida de todos los que tenían que ver con aquel trabajo. Es bastante anterior a los tiempos de la Guerra de Betony, ¿te acuerdas?” “Yo solo era un bebé”. “Claro que lo eras”, sonrió Jomic. “Todo el mundo sabe que el rey Lhotun tenía un hermano mayor, Greklith, que murió ¿no? Y luego tenía una hermana mayor, Aubki, que se casó con ese tipo, con el rey de Salto de la Daga. Sin embargo, la verdad es que tenía dos hermanos mayores”. “¿En serio?”, los ojos de Haballa brillaron de interés. “No te miento”, rio entre dientes. “El primogénito del rey y la reina era un tipejo debilucho y enclenque que se llamaba Arthago. Sea como sea, ese príncipe era el heredero al trono, lo que no les hacía demasiada gracia a sus padres. Pero después la reina parió a otros dos príncipes, que eran un poco más apañados. Entonces fue cuando me contrataron a mí y a mis chicos para que pareciera como que se lo había llevado el Infrarrey o algo así”. “¡No tenía ni idea!”, susurró la joven. “Por supuesto que no, esa es la clave”, afirmó Jomic moviendo la cabeza. “Discreción, como me has dicho. Metimos al chaval en un saco y lo dejamos en el fondo de unas antiguas ruinas, y se acabó. No hubo líos. Tan solo éramos un par de tíos, un saco y un garrote”. “En eso es en lo que estoy interesada, en la técnica”, dijo Haballa. “Mi… amigo, al que necesito que se lleven, también es débil, como aquel príncipe. ¿Para qué era el garrote?” “Es una herramienta. Muchas de las cosas que eran buenas en el pasado ya no se utilizan, solo porque la gente, hoy en día, prefiere que sea fácil de usar a que funcione bien. Deja que te explique: los principales centros de dolor en el cuerpo de un hombre normal son setenta y uno. Los elfos y los khajiitas son más sensibles y todo eso, así que tienen tres y cuatro más cada uno. Los argonianos y los sload, tienen como cincuenta y dos y sesenta y siete”, contó Jomic, mientras apuntaba con su corto y chato dedo cada región en el cuerpo de Haballa, “seis en la frente, dos en la ceja, dos en la nariz, siete en la garganta, diez en el pecho, nueve en el abdomen, tres en cada brazo, doce en la ingle, cuatro en la mejor pierna y cinco en la otra”. “Suman sesenta y tres”, respondió Haballa. “No, seguro que no”, gruño Jomic. “Sí, ese es el total”, respondió la joven gritando, indignada ante la idea de que sus habilidades matemáticas se pusieran en duda: “seis más dos, más dos, más siete, más diez, más nueve, más tres por un brazo y tres por el otro, más doce, más cuatro y más cinco son sesenta y tres”. “Me habré olvidado de alguno”, dijo Jomic encogiéndose de hombros. “Lo importante es ser hábil con el bastón o el garrote, tienes que dominar esos centros de dolor. Si lo haces bien, con un golpecito suave puedes matar o noquear a alguien dejándole como mucho un cardenal”.“Fascinante”, sonrió Haballa. “¿Y alguna vez lo ha averiguado alguien?” “¿Por qué habrían de hacerlo? Los padres del niño, el rey y la reina, están ya los dos muertos. Los otros hijos siempre pensaron que a su hermano se lo llevó el Infrarrey. Eso es lo que piensa todo el mundo. Y todos mis compañeros están muertos”. “¿Por causas naturales?” “En la bahía nunca pasa nada natural, lo sabes, ¿no? A un tipo lo absorbió uno de esos selenu. Otro murió de la misma plaga que se llevó a la reina y al príncipe Greklith. El otro murió apaleado por un ladrón. Tienes que hablar bajo, mantenerte fuera de la vista, como yo, si quieres seguir con vida”. Jomic terminó de contar las monedas. “De verdad debes de querer que este tipo se quite de tu camino. ¿De quién se trata?” “Será mejor que te lo enseñe”, dijo Haballa, poniéndose de pie. Sin mirar atrás, salió dando zancadas de la taberna sin nombre. Jomic apuró su cerveza y salió. La noche era fría, soplaba un viento desenfrenado que levantaba oleaje en las aguas de la bahía de Iliac y propulsaba a las hojas para que salieran volando como si de añicos arremolinados se tratase. Haballa salió del callejón próximo a la taberna y le un gesto. Cuando él se acercó, la brisa sopló abriendo su capa y revelando la armadura que llevaba debajo y el blasón del rey de Centinela. El hombre gordo trató de echarse hacia atrás para escapar, pero ella era demasiado rápida. En un abrir y cerrar de ojos, se encontró de espaldas en el suelo del callejón con la rodilla de la mujer presionándole la garganta con fuerza. “El rey ha pasado muchos años desde que subió al trono buscándote a ti y a tus colaboradores, Jomic. No me dio instrucciones específicas de qué hacer si te encontraba, pero me has dado una idea”. De su cinturón, Haballa sacó una pequeña y sólida porra. Un borracho que había salido del bar, oyó un gemido de dolor acompañado de un suave susurro que provenía del oscuro callejón: “Esta vez, vamos a llevar mejor la cuenta. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete…
Historia perteneciente a uno de los libros de The Elder Scrolls V.
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