jueves, 3 de julio de 2014

La noche cae sobre Centinela. de Boali.

No sonaba música en la taberna sin nombre de Centinela. De hecho, casi no había ruido a excepción de los discretos y cautelosos murmullos de la conversación, los suaves pasos de la camarera sobre la piedra y los delicados sonidos que emitían los clientes habituales al comer y beber, las lenguas lamiendo sus jarras y los ojos que no se fijaban en nada en especial. Si alguien hubiera estado menos ocupado, la imagen de la joven guardia roja cubierta por una delicada capa de terciopelo negro podría haberle causado sorpresa. O incluso sospecha.
Y así, aquel extraño personaje, que se encontraba fuera de lugar en una bodega tan modesta que, por no tener, no disponía ni de cartel, se fundía con las sombras.
“¿Eres Jomic?” El corpulento hombre de mediana edad, de rostro avejentado, miró hacia arriba para afirmar después con la cabeza. Volvió a su bebida. La joven tomó asiento a su lado. “Me llamo Haballa”, dijo mientras sacaba una pequeña bolsa de oro que colocó cerca de su jarra. “Seguro”. Gruñó Jomic buscando de nuevo su mirada. “¿A quién quieres que mate?” Ella no se apartó, se limitó a preguntar: “¿Este es un lugar seguro para hablar?”  “Aquí a nadie le importan los problemas de los demás, solo se preocupan por los suyos. Podrías quitarte la coraza y bailar con los pechos desnudos sobre la mesa y nadie te haría ni caso”, sonrió el hombre. “Así que, ¿a quién quieres que mate? “En realidad, a nadie”, dijo Haballa. “La verdad es que quiero que alguien… desaparezca durante un tiempo. No quiero que resulte herido, ¿entiendes? Por eso necesito la ayuda de un profesional. Me han dado muy buenas referencias de ti”. “¿Con quién has hablado?”, preguntó Jomic con voz de aburrimiento, volviendo de nuevo a su bebida. “Con el amigo de un amigo, de un amigo, de un amigo”. “Uno de esos amigos no sabe de lo que está hablando”, refunfuñó el hombre. “Ya lo he dejado”. Haballa sacó en silencio una bolsa de oro y luego otra, colocándolas cerca del codo del hombre. Él la miró un momento y, a continuación, extrajo el oro y se puso a contarlo. Mientras lo hacía, le preguntó: “¿Quién quieres que desaparezca?” “Un momento”, sonrió Haballa sacudiendo la cabeza, “antes de que hablemos de los detalles, quiero estar segura de que eres un profesional, de que no le harás mucho daño a esa persona y de que serás discreto”. “¿Quieres discreción?”, preguntó el hombre, e hizo una pausa en el recuento de monedas. “Está bien, te contaré uno de mis antiguos trabajitos. Fue hace… por Arkay, casi no puedo creerlo… más de doce años y yo soy el único que queda con vida de todos los que tenían que ver con aquel trabajo. Es bastante anterior a los tiempos de la Guerra de Betony, ¿te acuerdas?”  “Yo solo era un bebé”. “Claro que lo eras”, sonrió Jomic. “Todo el mundo sabe que el rey Lhotun tenía un hermano mayor, Greklith, que murió ¿no? Y luego tenía una hermana mayor, Aubki, que se casó con ese tipo, con el rey de Salto de la Daga. Sin embargo, la verdad es que tenía dos hermanos mayores”. “¿En serio?”, los ojos de Haballa brillaron de interés. “No te miento”, rio entre dientes. “El primogénito del rey y la reina era un tipejo debilucho y enclenque que se llamaba Arthago. Sea como sea, ese príncipe era el heredero al trono, lo que no les hacía demasiada gracia a sus padres. Pero después la reina parió a otros dos príncipes, que eran un poco más apañados. Entonces fue cuando me contrataron a mí y a mis chicos para que pareciera como que se lo había llevado el Infrarrey o algo así”.  “¡No tenía ni idea!”, susurró la joven. “Por supuesto que no, esa es la clave”, afirmó Jomic moviendo la cabeza. “Discreción, como me has dicho. Metimos  al chaval en un saco y lo dejamos en el fondo de unas antiguas ruinas, y se acabó. No hubo líos. Tan solo éramos un par de tíos, un saco y un garrote”. “En eso es en lo que estoy interesada, en la técnica”, dijo Haballa. “Mi… amigo, al que necesito que se lleven, también es débil, como aquel príncipe. ¿Para qué era el garrote?” “Es una herramienta. Muchas de las cosas que eran buenas en el pasado ya no se utilizan, solo porque la gente, hoy en día, prefiere que sea fácil de usar a que funcione bien. Deja que te explique: los principales centros de dolor en el cuerpo de un hombre normal son setenta y uno. Los elfos y los khajiitas son más sensibles y todo eso, así que tienen tres y cuatro más cada uno. Los argonianos y los sload, tienen como cincuenta y dos y sesenta y siete”, contó Jomic, mientras apuntaba con su corto y chato dedo cada región en el cuerpo de Haballa, “seis en la frente, dos en la ceja, dos en la nariz, siete en la garganta, diez en el pecho, nueve en el abdomen, tres en cada brazo, doce en la ingle, cuatro en la mejor pierna y cinco en la otra”.  “Suman sesenta y tres”, respondió Haballa. “No, seguro que no”, gruño Jomic. “Sí, ese es el total”, respondió la joven gritando, indignada ante la idea de que sus habilidades matemáticas se pusieran en duda: “seis más dos, más dos, más siete, más diez, más nueve, más tres por un brazo y tres por el otro, más doce, más cuatro y más cinco son sesenta y tres”. “Me habré olvidado de alguno”, dijo Jomic encogiéndose de hombros. “Lo importante es ser hábil con el bastón o el garrote, tienes que dominar esos centros de dolor. Si lo haces bien, con un golpecito suave puedes matar o noquear a alguien dejándole como mucho un cardenal”.“Fascinante”, sonrió Haballa. “¿Y alguna vez lo ha averiguado alguien?”  “¿Por qué habrían de hacerlo? Los padres del niño, el rey y la reina, están ya los dos muertos. Los otros hijos siempre pensaron que a su hermano se lo llevó el Infrarrey. Eso es lo que piensa todo el mundo. Y todos mis compañeros están muertos”. “¿Por causas naturales?”  “En la bahía nunca pasa nada natural, lo sabes, ¿no? A un tipo lo absorbió uno de esos selenu. Otro murió de la misma plaga que se llevó a la reina y al príncipe Greklith. El otro murió apaleado por un ladrón. Tienes que hablar bajo, mantenerte fuera de la vista, como yo, si quieres seguir con vida”. Jomic terminó de contar las monedas. “De verdad debes de querer que este tipo se quite de tu camino. ¿De quién se trata?” “Será mejor que te lo enseñe”, dijo Haballa, poniéndose de pie. Sin mirar atrás, salió dando zancadas de la taberna sin nombre. Jomic apuró su cerveza y salió. La noche era fría, soplaba un viento desenfrenado que levantaba oleaje en las aguas de la bahía de Iliac y propulsaba a las hojas para que salieran volando como si de añicos arremolinados se tratase. Haballa salió del callejón próximo a la taberna y le un gesto. Cuando él se acercó, la brisa sopló abriendo su capa y revelando la armadura que llevaba debajo y el blasón del rey de Centinela. El hombre gordo trató de echarse hacia atrás para escapar, pero ella era demasiado rápida. En un abrir y cerrar de ojos, se encontró de espaldas en el suelo del callejón con la rodilla de la mujer presionándole la garganta con fuerza. “El rey ha pasado muchos años desde que subió al trono buscándote a ti y a tus colaboradores, Jomic. No me dio instrucciones específicas de qué hacer si te encontraba, pero me has dado una idea”. De su cinturón, Haballa sacó una pequeña y sólida porra. Un borracho que había salido del bar, oyó un gemido de dolor acompañado de un suave susurro que provenía del oscuro callejón: “Esta vez, vamos a llevar mejor la cuenta. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete…
Historia perteneciente a uno de los libros de The Elder Scrolls V.

martes, 1 de julio de 2014

Exceso de ladrones. de Aniis Noru.

“Esto parece interesante”, dijo Indyk, entrecerrando los ojos para observar la caravana negra que se acercaba al solitario castillo. El extraño escudo de armas de un color chillón, brillaba a la luz de las lunas en cada uno de los carruajes. “¿Quiénes crees que son?”  “Bien se ve que son adinerados”, dijo su compañera Heriah sonriendo. “Quizá se trate de una secta Imperial dedicada a la adquisición de riquezas”. “Vete a la ciudad y averigua todo lo que puedas acerca del castillo”, dijo Indyk. “Yo veré si puedo averiguar quiénes son esos extraños. Nos encontraremos mañana por la noche en esta colina”.
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Heriah poseía dos grandes habilidades: abrir cerraduras y obtener información. Al anochecer del día siguiente, estaba de vuelta en la colina. Indyk apareció una hora después. “El lugar se llama Ald Olyra”, explicó ella. “Data de la Segunda Era, cuando un grupo de nobles lo construyó para protegerse durante una de las epidemias. Su deseo era evitar que entre ellos se extendiera la plaga, por lo que desarrollaron un sofisticado sistema de seguridad, poco habitual para la época. Ya casi está en ruinas, pero tengo cierta idea del tipo de cerraduras y trampas que todavía permanecen en funcionamiento. Y tú, ¿qué has averiguado?” “Yo no he tenido tanto éxito en mis pesquisas”, dijo Indyk frunciendo el ceño. “Nadie sabe nada de ellos e incluso desconocían su presencia en la zona. A punto de rendirme, me encontré con un monje que me informó de que sus maestros eran un grupo hermético denominado orden de S. Eadnua. Parathion, que así se llamaba, cree que los extraños van a realizar una especie de banquete esta noche”. “¿Son gente adinerada?”, preguntó Heriah impaciente “Hasta límites insospechados, según el monje. Pero solo permanecerán en el castillo esta noche”. “Sé lo que hay que hacer”, dijo Heriah guiñando el ojo. “Se nos ha presentado una oportunidad única”. Comenzó a dibujar un diagrama del castillo en la tierra: la sala principal y la cocina estaban situadas cerca de la puerta delantera, mientras que los establos y la armería fortificada se encontraban en la parte trasera. Los ladrones contaban con un sistema infalible. Heriah se las arreglaría para entrar en el castillo y hacerse con el botín, mientras Indyk distraería la atención de sus ocupantes. Él esperaría a que su compañera hubiera escalado el muro antes de llamar a la puerta. En esta ocasión se haría pasar por un bardo, o quizá un aventurero desorientado. Nunca decidía estos detalles, pues encontraba divertido improvisar en el momento.
Heriah oyó a Indyk hablando con la mujer que abrió la puerta pero estaba demasiado lejos para entender lo que decían. El plan estaba funcionando pues poco después, oyó cómo se cerraba la puerta. Tenía que reconocer que su compañero sabía cómo camelar a la gente. Tan solo algunas de las trampas y cerraduras de la armería seguían en funcionamiento. Sin duda, muchas de las llaves se habían perdido con el paso del tiempo. Los sirvientes encargados de proteger los tesoros de la orden habían instalado unas nuevas. Tras entender el complicado sistema de picaportes y pasadores de las nuevas cerraduras, procedió a la apertura de las más antiguas pero igual de efectivas, mientras sentía el fuerte latido de su corazón.  Hubiera lo que hubiere tras la puerta, pensó, debe de tener un gran valor para ser objeto de tanta protección. Cuando finalmente la puerta se abrió con suavidad, la ladrona descubrió que la realidad superaba sus avariciosas expectativas. Montañas de oro, antiguas reliquias que relucían con un aura mágica, armas de una calidad incomparable, piedras preciosas grandes como su puño, hileras de pócimas extrañas y cientos de valiosos documentos y pergaminos. Estaba tan embelesada ante tal imagen que no se percató de la llegada de alguien. “Tú debes de ser Lady Ertsop”, dijo la voz, que sobresaltó a la muchacha. Se trataba de un monje envuelto en una vestidura negra con capucha, tejida con hilos de plata y oro. Por un momento, se quedó sin habla. Era el tipo de encuentros con los que Indyk disfrutaba pero que a ella la dejaban paralizada. Tan solo pudo mover la cabeza con falsa seguridad. “Creo que me he perdido”, tartamudeó. “Entiendo”, dijo el hombre entre risas. “Esta es la armería. Te mostraré el camino al refectorio. Creíamos que ya no vendrías. El banquete ya casi ha terminado”. Heriah siguió al monje a través del patio hacia las puertas dobles que conducían al refectorio. Antes de entrar, el monje le tendió una vestidura idéntica a la suya que pendía de un gancho a las puertas del refectorio. Se vistió con ella. Al igual que el monje, colocó la capucha sobre su cabeza antes de entrar en la sala. Las antorchas iluminaban las figuras situadas alrededor de la gran mesa. Todos portaban la misma vestidura negra que ocultaba sus identidades. Todo sugería que el banquete había finalizado. Sobre la mesa, platos, fuentes y vasos vacíos que tan solo contenían los restos de la cena. Era evidente que había sido todo un festín. Por un momento, Heriah pensó en la pobre lady Ertsop que se había perdido tal evento. El único objeto que le llamó la atención estaba situado en el centro de la mesa: un enorme reloj de arena dorado que marcaba su último minuto.
A pesar de que todos se parecían, algunos estaban durmiendo, otros hablaban alegremente y uno de ellos tocaba el laúd. Se dio cuenta de que era el laúd de Indyk y también de que el hombre portaba el anillo de Indyk en su dedo. De pronto se sentía aliviada, ya que con la capucha protegía su anonimato. Quizá Indyk no se había apercibido que era ella, que había cometido un error.  “Ertsop”, dijo el joven a los reunidos, que fijaron su mirada al unísono sobre ella y rompieron en aplausos. Los miembros de la orden se levantaron para besar su mano y se presentaron.
“Nirdla”.
“Suelec”.
“Kyler”.
Los nombres cada vez eran más extraños.
“Toniop”.
“Htillyts”.
“Noihtarap”.
Ella no pudo evitar reirse: “Entiendo. Están al revés. Vuestros verdaderos nombres son Aldrin, Celeo, Relyk, Poinot, Styllith y Parathion”. “Así es”, dijo el joven. “Toma asiento, por favor”. “Oralc”, dijo Heriah, intentando seguir el juego mientras se sentaba. “Supongo que cuando el reloj de arena acabe la cuenta atrás, los nombres volverán a ser normales”. “Correcto, Ertsop”, dijo la mujer que estaba a su lado. “Se trata de uno de los entretenimientos de nuestra orden. Este castillo parecía el lugar más irónicamente apropiado para realizar nuestro banquete, teniendo en cuenta que fue construido para evitar a las víctimas de la plaga que, en cierto modo, eran muertos vivientes”.
Heriah se mareó con el olor de las antorchas y chocó contra el hombre que dormía a su lado. este cayó encima de la mesa “Pobre Otalp Remirp”, dijo otro de los hombres mientras ayudaba a reincorporar el cadáver. “Nos ha dado tanto.” Heriah se puso en pie de un golpe y comenzó a caminar con aire vacilante hacia la puerta principal. “¿Adónde vas, Ertsop?”, preguntó otro de los presentes con tono burlesco. “Yo no soy Ertsop”, farfulló ella, cogiendo a Indyk por el brazo. “Lo siento, compañero. Tenemos que irnos”. El último grano de arena caía dentro del reloj cuando el hombre apartó su capucha. No era Indyk. Ni siquiera era humano, sino un ser grotesco con mirada hambrienta y una boca llena de dientes como colmillos. Heriah cayó encima de la silla del que llamaban Otalp Remirp. Su capucha se bajó, dejando al descubierto el rostro pálido de Indyk. Cuando comenzó a gritar, todos se abalanzaron sobre ella.
En su último momento de vida, Heriah pronunció por fin Ertsop al revés.
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