miércoles, 6 de agosto de 2014

A una carta. por Robert Arjet.


Nerissa Natoli recorría con dificultad las calles resbaladizas de Westmarch, mientras la llovizna hacía que las luces brillaran con un fulgor espectral en la penumbra creciente del atardecer. Su aprensión no se debía tanto a las criaturas avistadas últimamente en la ciudad como al tiempo inusualmente frío para esa época, con una niebla que se hacía espesa hasta convertirse en lluvia el tiempo suficiente para que las calles se volvieran resbaladizas y traicioneras. Su suntuosa capa de lana la mantenía caliente, pero la humillación de tener que andar bajo la lluvia la llenaba de amargo resentimiento.
Tan solo un año antes, habría ido en su carruaje, atendida por sus sirvientes. Claro que, un año antes, aún no habían comenzado a llamar a su puerta acreedores con deudas y facturas impagadas, todas a nombre de su marido. En el fondo, Ashton era un buen hombre, se decía a sí misma. Pero el juego y la bebida habían hecho caer bajo a muchos hombres más importantes, y ahora él se había esfumado a sabía el destino dónde, llevándose consigo lo que quedaba de la riqueza de la familia. Nerissa era incapaz de guardarle rencor por sus debilidades, pero, al pisar un charco helado, el pozo amargo de su estómago se le revolvió.
Enfiló una calle residencial bordeada de árboles centenarios y elegantes mansiones, y pensó en los muchos bailes de disfraces a los que había llevado a Elizabeth en esta misma avenida, cuando aún había dinero para vestidos nuevos. La calle se veía majestuosa entonces, desde la ventana de un carruaje. Pero el carruaje había desaparecido poco después que los vestidos, y ahora los árboles parecían negros y malévolos, con sus viejas ramas retorciéndose entre la neblina.
Había conservado los caballos tanto tiempo como pudo. Eran un signo visible de la posición social de su familia, y cuando los vendió ya ni pudo mantener siquiera una fachada de decoro. Caminando por las calles mojadas cual plebeya, maldijo en silencio su destino y deseó una vez más que Ashton regresara con su riqueza intacta y superada su debilidad. No era dada a caer en fantasías, pero apenas tenía otra cosa para confortarse. Encontraría una manera, se decía a sí misma. No permitiría que su hermana muriera como una solterona empobrecida. La sola idea bastaba para reforzar su determinación. Pasase lo que pasase, sin importar a qué precio, encontraría una manera.
Tras torcer a una calle lateral, vio su lugar de destino surgir ante ella como un acantilado sombrío y rocoso. En realidad no era más que la casa relativamente modesta de un tal Vincent Dastin, un mercader y prestamista próspero, aunque vulgar, pero en su imaginación se alzaba imponente ante ella, obstinada e intimidante. Observó la puerta de entrada con recelo. Un año antes, habría enviado a un lacayo con su mensaje mientras ella sorbía un buen vino de Kehjistan en el carruaje. Esa noche, no obstante, recorrió los largos peldaños hacia la puerta, temiendo la vergüenza de pedir —no, de suplicar— la paciencia de aquel hombre.
Nerissa llegó a la entrada y alzó la mano hacia la aldaba. Asió el frío metal con todo el coraje que pudo reunir, y lo dejó caer contra la puerta de roble, que se abrió casi de inmediato sobre unos goznes bien engrasados.
—¿Sí? —preguntó el lacayo regordete que abrió. Nerissa encontró un tanto insolente su ceja arqueada, pero contuvo su ira; al fin y al cabo, se encontraba allí para rogar por su casa, y sospechaba que su desespero era evidente incluso para los criados. Cuando se enteró de que Ashton había pedido prestado dinero poniendo como fianza la mansión familiar, sintió que su mundo daba un vuelco. Nunca antes había sabido Nerissa lo que significaba estar en deuda con alguien, nunca comprendió la horrible inseguridad de las facturas que no se podían pagar, de las obligaciones que no se podían satisfacer. Pero la casa… la casa era algo totalmente distinto. Perder la casa sería perder su refugio, la última esperanza de que regresaran a la alta sociedad de Westmarch. Su última esperanza de salir algún día del pozo que Ashton había cavado. Su última esperanza de poder encontrar a alguien para Elizabeth.
Haciendo acopio de dignidad, informó al hombre educadamente pero con firmeza: —Deseo hablar con el Sr. Dastin. —Casi en el último momento, recordó que no había comenzado por una presentación, y añadió—: Soy Nerissa Natoli.
El lacayo hizo una pausa que duró un instante más de lo que a Nerissa le pareció aceptable y entonces, para su sorpresa, dijo rápidamente: —Veré si el señor se encuentra en casa. —Y cerró la puerta.
Aquello era demasiado. Que la dejaran esperando en la puerta como a un vendedor ambulante o un vulgar repartidor era un insulto que Nerissa no sabía cómo soportar. Decidió que hablaría con Dastin sobre la grosería de sus sirvientes.
Mientras tanto, recordó cómo había empezado para ella aquella tarde, cómo Elizabeth le había suplicado que se quedara a jugar a cartas y ella había sonreído compungida. Esa chica podría encontrarse en una casa en llamas y solo pensar en bailar y pasarlo bien. Pero, en cierta forma, la Casa Natoli se estaba quemando realmente a su alrededor, y sería Elizabeth quien más sufriría: era joven y hermosa, pero sin la más mínima esperanza de casarse a menos que su dote pudiera ser recompuesta de algún modo. Nerissa se obligó a no imaginar los burdeles y antros de apuestas en los que se había perdido el patrimonio de su hermana por derecho de nacimiento, pero notaba cómo se tensaba por dentro. En el fondo Ashton era un buen hombre, se recordó a sí misma.
La puerta se abrió de nuevo y, cuando Nerissa ya se disponía a entrar, el lacayo la informó, con un tono que no podía pasar por deferencia: —El señor no recibe visitas.
Nerissa hizo una pausa, con el pie aún preparado para cruzar el umbral. ¿Lo había oído bien? ¿Se estaba negando aquel mercader advenedizo a recibirla? La sangre se le subió a las mejillas, y supo que debía controlarse. Hacer ahora una escena solo aumentaría su humillación. Su madre decía a menudo que una dama se distinguía por cómo afrontaba un desaire, y Nerissa no iba a darle a ese criado insolente —ni a su maleducado amo— la satisfacción de comportarse de otro modo que no fuera la más elegante de las maneras. Se recompuso, dijo simplemente —Muy bien. —Y dio media vuelta con gran donaire.


Las calles adoquinadas estaban inundadas cuando Nerissa volvía de regreso a su casa, con la lluvia cayendo ahora a conciencia y los reflejos de la luz de las velas y de los faroles danzando erráticamente en los charcos que intentaba esquivar. A medida que su ira disminuía, el miedo y la desesperación ocupaban su lugar. Conmocionada por el desprecio de Dastin, había perdido de vista lo que la afrenta significaba. Le habían denegado incluso la posibilidad de discutir un nuevo aplazamiento de la deuda. La posibilidad de suplicar por la casa de Elizabeth,  y la suya. Si su situación ya era mala cuando se dirigía hacia allí, se dio cuenta de que ahora era mucho más desesperada.
Perdida en sus pensamientos, la sobresaltó un relincho repentino. Alzó la cabeza, con la fría lluvia acribillándole la cara, y advirtió que no sabía en qué calle se encontraba. Estrecha, oscura y retorcida, parecía un bosque húmedo, con criaturas ocultas acechando fuera de su vista. Nerissa conocía muy bien las mejores avenidas y bulevares de Westmarch, pero había algo amenazador en la falta de familiaridad con ese callejón sinuoso.
Se giró, intentando localizar el origen del ruido, y lo oyó de nuevo, junto al traqueteo de ruedas de carruaje. Maldiciendo la niebla, Nerissa miró a su alrededor, sin saber si la ponía más nerviosa el carruaje que no veía o la lúgubre calle. Con una sacudida, un caballo negro como el tizón se encabritó ante ella, con las riendas tiradas bruscamente hacia atrás. Nerissa casi cayó de rodillas, pero de pronto la bestia se calmó, y el chófer la contempló como si nada hubiera ocurrido.
Nerissa no reconocía la librea del chófer, pero aquel corte había dejado de estar de moda desde hacía al menos una generación. Agachó de nuevo la cabeza, con la vergüenza que le producía su posición hiriéndola aún más al hallarse frente a una alcurnia antigua y respetable, pero se dio la vuelta súbitamente al oír su nombre.
—¿Nerissa?
Era una voz anciana, suave y amable, pero totalmente desconocida. Nerissa se acercó a la ventana abierta del carruaje, con el panel de madera retirado por una mano delicada, artrítica, e intentó distinguir una cara en la penumbra.
—¿Sí?
—No te quedes ahí parada, querida. Sal de la lluvia. Debes de estar empapada. Nathaniel, abre la puerta.
El chófer bajó de un salto con actitud deferente, y la puerta se le abrió a Nerissa en silencio. Esta le dio las gracias asintiendo con superioridad y subió al carruaje, demasiado intrigada para sentir vergüenza, y francamente agradecida de escapar a la lluvia.
Mientras se acomodaba en el banco de madera, sus ojos comenzaron a ajustarse a la oscuridad, y distinguió un rostro rechoncho y arrugado, abundantes rizos blancos y un cuerpo disminuido por la edad a un tamaño casi infantil. Se devanó los sesos intentando recordar el nombre de la mujer, pero no le venía nada. No reconocía en lo más mínimo a aquella mujer que obviamente la conocía a ella y que, al contrario que sectores cada vez más amplios de la alta sociedad de Westmarch, estaba dispuesta a tenderle una mano amiga.
—Lo siento muchísimo —balbuceó al fin mientras la mujer la miraba con benevolencia—, pero me temo que estoy en desventaja. Por más que lo intento no logro recordar de qué nos conocemos.
La mujer sonrió indulgente y propinó unas palmaditas en el brazo helado de Nerissa con una mano que a esta le pareció como un pergamino reseco. —No te preocupes, querida. No nos conocemos, así que no me sorprende que no te acuerdes. —Su sonrisa se volvió más amplia cuando el rostro de Nerissa delató su desconcierto, y prosiguió—. Soy una muy vieja amiga de tu familia, y he estado un tanto pendiente de ti.
¿Le guiñó un ojo? Nerissa no estaba segura. Pero se quedó sin respiración al imaginar de repente que la mujer era una tía viuda a quien se había perdido de vista hacía mucho y que tenía una pequeña fortuna que dispensarle a ella y a Elizabeth. Se horrorizó al instante por haber pensado aquello, pero, con el desastre planeando ya tan cerca, cualquiera que tuviera el más remoto parecido a un salvador era alguien a quien había que tratar con sumo cuidado.
—¿Pendiente de mí? Entonces… entonces sabrá… —Nerissa fue apagando su voz mientras hacía un gesto discreto con la mano para indicar la espiral de su familia hacia la penuria, algo que era mejor no expresar verbalmente entre gente educada. La anciana asintió levemente.
—Sí, querida. Eso me temo. Y por extraño que pueda parecer… —Al llegar a ese punto, miró la lluvia por la ventana e hizo una pausa antes de terminar con una firmeza extrañamente desconcertante en los ojos—. Tal vez tenga una solución a tu, digamos, situación.
Nerissa se esforzó por mantener una cortés expresión neutra, pero el corazón le dio un brinco por la expectación. Seguía perpleja respecto a la identidad de la anciana, pero ahora la perspectiva de que fuera su salvadora era real e inmediata. Eligió cuidadosamente sus palabras.
—¿Una solución?
—Una posible solución, querida. Es decir, en fin… ¿Juegas a cartas?
A Nerissa aquello le pareció una incongruencia inoportuna, pero movió la cabeza afirmativamente. De hecho, era muy conocida en todo Westmarch como una de las jugadoras más hábiles de la ciudad. Nunca había sucumbido a la fiebre del juego como le ocurrió a Ashton, pero había vaciado los monederos de más de un rival social en una partida "amistosa" de albur o gamusino. ¿Sabía de ello la anciana? ¿La estaba desafiando a una partida? Nerissa apenas sabía qué pensar. Ashton se había jugado las propiedades de la familia y había perdido; ¿podría ella recuperarlas del mismo modo? Casi se sentía mareada por la posibilidad, pero se limitó a sonreír y dijo: —Sí. Juego a cartas, sí.


Al bajar del carruaje ante su propia casa, Nerissa notó aliviada que la lluvia había parado. De hecho, las nubes se habían dispersado en el cielo, y miles de estrellas brillaban sobre la ciudad recubierta de noche. Se dio la vuelta de repente, cogiendo la puerta antes de que se cerrara.
—Lo siento muchísimo, pero aún no sé cómo se llama.
—Oh, qué tonta soy. No te lo he dicho. Me llamo Carlotta.
—Muy bien, pues, Carlotta. La espero mañana por la noche. ¿Está segura de no querer cenar con nosotras antes de jugar?
—Segurísima, cariño. Prefiero cenar sola. —Y tras eso, cerró la puerta, colocó en su sitio el panel de madera y el carruaje se alejó dando bandazos por la calle.
Nerissa subió las escaleras hacia su puerta de entrada con la cabeza dándole vueltas. Probablemente la mujer tendría una pequeña fortuna y solamente buscaba un pretexto para compartirla con Nerissa y Elizabeth. Era evidente que la partida no era más que un disimulo educado, una sutileza social para que no pareciera caridad. O tal vez Carlotta iba en serio, y estaba más interesada en una partida de cartas de alto riesgo que en el bienestar de Nerissa. Que así sea, pues. Desde luego había oído —y visto— comportamientos más excéntricos entre los viejos acaudalados de Westmarch. Si Carlotta quería una partida, Nerissa estaba más que dispuesta a dársela.


Al anochecer siguiente, mientras la penumbra del crepúsculo engullía la casa, Nerissa dudaba ansiosa en su aposento privado. ¿Y si Carlotta era tan boba como parecía y se había olvidado por completo de la cita? ¿Y si todo era algún tipo de broma cruel? ¿Y si…?
Nerissa irguió la espalda y se obligó a controlar los nervios. Miró por toda la estancia: lo mejor del mobiliario que quedaba, un par de elegantes lámparas de aceite que brillaban intensamente, un carrito con prácticamente la última botella de vino de Kehjistan y dos copas, y, por supuesto, sobre la mesa oscura y lustrosa, una baraja de cartas.
Nerissa había elegido esas cartas a propósito, pues estaban adornadas con el escudo de la familia Natoli. Le gustaba pensar que, si iba a jugarse el futuro de la Casa Natoli, al menos podría elegir unas cartas que reflejaran lo elevado de la apuesta.
Y, sí: la apuesta. Nerissa miró una vez más la caja recubierta de terciopelo que había colocado junto a las cartas. Dentro estaba hasta la última pieza de joyería que pudo reunir, una fortuna para un plebeyo de la calle, pero una apuesta pequeña con la que intentar recuperar las riquezas de su familia. Nerissa sabía que debería ganar, y ganar repetidas veces, para volver a situar a la familia en igualdad de condiciones. Pero no podía permitirse el lujo de ganar muy rápidamente para no ahuyentar a esa encantadora vieja. No, aquello iba a requerir finura, delicadeza y cuidado.
—¡Nerissa! ¡Mira!
Sus pensamientos se hicieron añicos y dio un respingo nervioso cuando su sonriente hermana entró en la habitación dando saltos. Elizabeth estaba cubierta de pies a cabeza con lo que parecían grandes hojas de colores carmesí, ocre y naranja en movimiento. Nerissa retrocedió ante aquella visión, pero consiguió esbozar una leve sonrisa para no desentonar con la alegría que desprendía el rostro redondo y radiante de Elizabeth. Aunque no podía evitar sentirse contrariada a veces por la aparente indiferencia de Elizabeth ante su situación cada vez más difícil, tampoco era capaz de evitar sentirse fascinada por la belleza y la vivacidad de su hermana. Sería perfecta para cualquier caballero de Westmarch, y para al menos unos cuantos de menor nobleza, si por lo menos contara con una dote suficiente. Pero la dote se empleó para pagar las deudas de Ashton, y ahora a Elizabeth le esperaba una vida larga y solitaria o, lo que era peor, un matrimonio con algún plebeyo ambicioso que quisiera comprar su pertenencia a la familia Natoli. Nerissa se estremeció ante aquel pensamiento e intentó conservar la sonrisa mientras Elizabeth daba botes por la sala en algún tipo de danza juguetona.
—¿Lo ves? ¿Ves qué soy?
Nerissa contuvo las respuestas mordaces que le vinieron a la cabeza y se conformó con algo indiferente: —No sé… ¿Un juglar?
Elizabeth pareció detenerse a medio salto para mirar atónita a su hermana. —¿Un juglar? ¿Me tomas por un bufón, hermana? —Intentó mostrarse severa, pero se le escapó una sonrisa y soltó una carcajada armoniosa mientras daba vueltas en torno a Nerissa, casi haciéndole perder el equilibrio—. Dentro de dos semanas es la fiesta de los Lancaster, y por una vez puedo volver a ir.
Agarró a Nerissa por los hombros con la alegría sincera de una niña, esperando conseguir que la aburrida y poco imaginativa de su hermana mayor lo entendiera. —Dices que no puedo ir porque no nos podemos permitir trajes nuevos. ¡Pero la Sra. Lancaster dice que esta vez nos tenemos que hacer todos nuestros propios disfraces! ¡O sea que pienso ir!
Se alejó de un salto y adoptó una pose. Nerissa recobró el equilibrio y comprobó que la disposición de las cartas y el vino no hubiera sido alterada.
—El tema de la fiesta es “el tiempo” —entonó Elizabeth con seriedad fingida—. ¿Adivinas ya qué soy?
Nerissa volvió a centrarse en la chica y le dio un repaso. Mirándola más detenidamente, podía ver que Elizabeth estaba medio cubierta con trocitos de pergamino y retales prendidos cuidadosamente con alfileres a un viejo vestido marrón. Quería complacer a su hermana, pero aquel no era el momento para adivinanzas. —¿Un árbol?
Elizabeth abandonó la pose con un suspiro de exasperación y sacudió sus rizos mirando a Nerissa. —No, so taruga. Soy el otoño. ¿No ves las hojas? —Durante un instante, Nerissa percibió un atisbo de auténtica preocupación en los grandes ojos marrones de su hermana, la leve duda de una chica que, al fin y al cabo, llevaba un vestido del año pasado adornado a toda prisa con pedazos desechados de pergamino y gasas. Nerissa se conmovió y rodeó a Elizabeth con sus brazos.
—Claro que sí. Eres el vivo retrato del otoño. Serás la comidilla de la velada.
—¡Por supuesto! —Elizabeth se zafó del abrazo de Nerissa con gesto imperioso, y luego soltó una risita—. Oh, gracias, Nerissa. Ahora tengo que seguir recortando hojas. Maurice me está ayudando, pero se tarda tanto en hacerlas.
Y de golpe y sopetón se fue, esfumándose de la habitación como un espíritu. Nerissa suspiró y se dio cuenta de que ya no estaba tensa o inquieta. Cogió el mazo de cartas y comenzó a barajarlas despreocupadamente. Por más que a Nerissa le preocupara la casa, Elizabeth era el mayor peso en su corazón. Recuperar lo bastante de su fortuna como para casar bien a su hermana la aliviaría más que ninguna otra cosa, y eliminaría la vergüenza que la acosaba a diario por las perspectivas decrecientes que veía para Elizabeth. Un buen matrimonio para Elizabeth, pensó, e hizo rechinar los dientes con impaciencia. La oportunidad estaba ahí, y pensaba aprovecharla.


—Oh, no, querida. Me temo que ya no tomo nada de alcohol. —Carlotta hizo señas con su mano diminuta para que le apartaran la copa de vino que le ofrecían, y Nerissa la devolvió a la mesa, decepcionada. A veces el alcohol le daba una cierta ventaja, pero Nerissa tampoco contaba con ello. Estaba atenta, alerta, preparada, casi ansiosa de que la partida comenzara.
—A mi edad, ya sabes, en fin… hay que renunciar a ciertas cosas. —Carlotta sonrió de manera cómplice, y Nerissa respondió riendo educadamente, aunque en realidad no tenía ni idea de qué edad tenía aquella extraña mujer. Solamente que había pasado a la "ancianidad" hacía tiempo, pero que aún no había llegado a "muerta".
—Bueno —Sonrió Nerissa—. ¿A qué vamos a jugar? ¿Al tempranillo? ¿Al albur? ¿Al gamusino, tal vez? Nerissa tenía la esperanza de que fuera al gamusino, ya que se le daban especialmente bien las vertiginosas declaraciones y contradeclaraciones del juego de Kehjistan. Pero estaba preparada para jugar a cualquiera de esos juegos o, para el caso, cualquier juego que su invitada pudiera sugerir.
—Oh, no. El gamusino es demasiado rápido para mí. Prefiero algo más sencillo. Muy sencillo. —Asintió con la cabeza como si estuviera de acuerdo consigo misma, y Nerissa esperó a oír el juego. Empezó a notarse tensa de nuevo y dio un sorbo al vino.
—Pero primero —dijo Carlotta de forma áspera, con sus manos agarrando el puño de un bastón de ébano que parecía mucho más de lo que hacía falta para sostener un cuerpo tan frágil—, la apuesta. Tenemos que hablar —y aquí pareció endurecerse ligeramente, contraerse de algún modo poco natural— de la apuesta.
Nerissa se terminó la copa de vino y la volvió a colocar a tientas en la mesa. Cogió la caja de terciopelo, mostrándola orgullosa, y abrió la tapa. El contenido refulgió. —Tengo mis joyas —contestó con toda la dignidad que fue capaz de reunir—, y algunas de estas piezas han sido de mi familia durante generaciones. Esta, por ejemplo —y sacó una peineta de filigrana de hilo de oro con un gran zafiro—, se la dieron a mi abuela el día de su boda. O esta —dijo mientras extraía con cuidado un estilete envainado en una funda ornada con tres rubíes—, la llevaba mi tío abuelo cuando estaba en la corte. En realidad solo es para hacer bonito, pero él se tenía por un gran soldado. —Rió de modo autoirónico, pero se encontró con la mirada inquietantemente acerada de Carlotta. Devolvió el cuchillo a la caja y esperó a que la anciana hablara.
—No —musitó la vieja sin dejar de mirar a Nerissa a los ojos—. No, creo que deberíamos jugar por una apuesta… bastante más alta. —Cortó de raíz la protesta balbuceante de Nerissa con un leve movimiento de una mano—. Creo que deberíamos jugar por la apuesta más alta de todas. ¿Qué es, hija mía, lo que querrías más que ninguna otra cosa en este mundo?
Nerissa titubeó, sin estar segura de si aquella vieja estaba loca, bromeaba, o a saber qué. ¿Era aquella su manera de ofrecerse a saldar de golpe todas las deudas de la familia? Las posibilidades se agolpaban en su cabeza.
—Antes de que respondas, ten en cuenta que debes tener cuidado con lo que pides. Las cosas que queremos tienden a volverse en nuestra contra. —Carlotta sonrió, y Nerissa comprendió de repente que aquello era una prueba. Claro. La anciana no solo se ofrecía a hacerse cargo de la deuda; estaba poniendo a prueba a Nerissa para ver qué diría ella. Elaboró su respuesta meticulosamente, como si fuera el deseo sincero de una esposa leal, y no una decisión económica deliberada.
—Me gustaría que volviera mi amado esposo, Ashton. Sobrio, reformado y con toda su riqueza. —Intentó que eso último sonara como algo que se le hubiera ocurrido en el último momento, y no su deseo más ferviente.
—Muy bien, querida. ¿Y a cambio? ¿Cuál es tu posesión más valiosa? ¿Qué es lo que siempre has llevado más adentro y que solo tú puedes dar?
A Nerissa, que se consideraba más bien sagaz para los acertijos, casi se le escapa un "Mi corazón" como respuesta obvia. Pero la idea de que aquella cosa decrépita quisiera su corazón casi le hizo soltar una carcajada.
En vez de eso, contempló el extraño brillo en los ojos de Carlotta y vaciló de nuevo. ¿Cuál sería la respuesta adecuada? Entonces cayó en ello, y honró a Carlotta con una halagadora sonrisa indulgente, como la que se ofrecería a un niño que pide una golosina antes de la cena.
—Preferiría que eligiera usted, por supuesto. A cambio de mi deseo más profundo, apuesto cualquier cosa que yo tenga y que usted quiera.
—Hecho —replicó Carlotta, casi sin dejar terminar a Nerissa. La brusquedad de su acuerdo sobresaltó a Nerissa, y la dureza de su mirada pareció intensificarse en una chispa metálica durante un mero instante. ¿O tal vez no? Nerissa se contuvo y se sirvió otra copa de vino. Esa vieja estaba jugando con ella. O, más probablemente, el estrés y la ansiedad, junto con la increíble posibilidad de liquidar las deudas de la familia, hacían que simplemente estuviera con los nervios de punta. Observó detenidamente a Carlotta y no vio más que unas mejillas pastosas y los surcos profundos de una cara rellenita acostumbrada a reír y sonreír. Nerissa se reprendió por pensar mal de ella. Tal vez sí que la mujer estuviera un poco descentrada, pero iba a ser su salvadora, una viejecita excéntrica e inofensiva, y si quería jugar por una apuesta imaginaria antes de otorgarles su fortuna a ella y Elizabeth, pues que así fuera. Estaría dispuesta a cantar canciones infantiles y jugar a las palmitas si eso fuera lo que esa vieja pánfila quisiera, siempre que al final ella se llevara su recompensa.
—Muy bien, pues. —Carlotta cogió las cartas, cortándolas hábilmente con una mano—. Será un juego sencillo. Yo robaré una carta, y luego tú robarás otra. Lo repetiremos hasta que cada una tenga tres. Entonces mostraremos nuestras cartas una a una. —Le hizo un movimiento con la cabeza a Nerissa como preguntándole si lo estaba entendiendo—. Al acabar, quien tenga la carta más alta gana.
¿Qué era esto? Nerissa estaba más segura que nunca de que la vieja chocheaba. Eso no era un juego de habilidad, era pura suerte. ¿Iba a jugarse lo que quedaba de la fortuna de su familia a una carta? Todo en Carlotta había indicado que quería una partida estimulante, pero aquello no era más que una insensata apuesta a una posibilidad al azar. Aun así, era la persona que tenía la fortuna que podía o no darle, y Nerissa iba a hacer cuanto estuviera en su mano para seguirle la corriente.
—La carta más alta gana. Cómo no. —Le indicó con un gesto a Carlotta que robara una carta. La anciana asintió suavemente, provocando el leve balanceo de sus rizos blancos como la nieve, y extendió la mano para coger una. Nerissa hizo lo propio, y pronto ambas tuvieron ante sí tres cartas boca abajo en la mesa. Sin decir una palabra, Carlotta giró su primera carta.
—Oh, porras —masculló, y se rió como una niña. La carta era el tres de coronas, que difícilmente le haría ganar la partida. Se quedó mirando a Nerissa con ojos ansiosos y las manos en el regazo. Un tanto incómoda por aquel entusiasmo, Nerissa dio la vuelta a su primera carta, deseosa de que la partida terminara para pasar a lo que realmente importaba, y descubrió el doce de sierpes. No era en absoluto una mala carta.
Carlotta giró rápidamente su siguiente carta, el siete de sierpes, y volvió a mirar a Nerissa con esos ojos apasionados, ávidos. Nerissa titubeó; no había nada que pensar, ninguna estrategia, pero aun así no le gustaba la idea de ir girando cartas a ciegas hasta que la partida hubiera terminado. Se debatió entre las dos cartas que le quedaban y finalmente giró el ocho de leones.
Se relajó un poco. Aquello era una estupidez. Un juego estúpido, una apuesta estúpida y una vieja estúpida, pero el juego auténtico —lo que realmente estaba en juego—no podía ser más serio. Nerissa se planteó qué sería lo primero que haría en cuanto la partida hubiera concluido. Siempre se le había dado bien interpretar las expresiones y juzgar el comportamiento de sus oponentes, y ahora escudriñaba el rostro de Carlotta cuando esta tendía la mano sobre la última carta.
A Nerissa se le escapó un grito ahogado cuando vio la emperatriz de coronas. Aquello sería difícil de superar. Carlotta levantó la mirada con un brillo que casi se diría de depredador en los ojos. Nerissa retrocedió y luego se recompuso. ¿Qué locura era aquella? Ahí estaba una anciana encantadora, a punto de entregarle una fortuna a su familia, y ahí estaba Nerissa, tomándose esa partida de apuesta imaginaria como si tuviera alguna importancia. Se rió, y sonrió a su benefactora. —Bueno, está claro que ahora tiene ventaja, querida. A ver qué puedo sacar yo…
Cuando Nerissa vio la emperatriz de estrellas, sintió que una palpable oleada de alivio la inundaba. Carlotta simplemente chasqueó la lengua e inmediatamente se recompuso y se levantó. Nerissa no tuvo tiempo siquiera de proponerle una segunda mano antes de que la mujer se hubiera excusado y marchado de la sala. Nerissa le fue detrás, medio desesperada por si de algún modo la había ofendido o había perdido su oportunidad.
—Bien jugado, querida. No hace falta que me acompañes. —Carlotta ni siquiera volvió la cabeza, y Nerissa intentó que no se le notara el tono de súplica en la voz, pero sin éxito.
—¿Qué me dice de otra mano? Ha estado a punto de ganarme. ¿Le apetece una copa de Kehjistan blanco? O una...
—Ya te lo he dicho, querida. No bebo. Pero pasaré a visitarte mañana, si así lo decides.
—Oh, sí, desde luego. Claro que sí. Voy a…
—He dicho “si así lo decides”, querida. Así que medita bien tu decisión antes de mañana al atardecer. —Y dicho esto, cruzó la puerta. Nerissa negó con la cabeza. A esta presa habría que camelársela más de lo que imaginaba para convencerla de que ayudara a la familia. La mujer parecía un libro abierto, pero Nerissa suponía que aún tenía mucho por descubrir.
De pie en los escalones de la entrada, mientras veía al carruaje marcharse, Nerissa se dio cuenta del frío que hacía ahora de repente. Un escalofrío húmedo y glacial pareció atravesarla, aunque la noche estaba templada aún no hacía una hora. Y de nuevo esa niebla: daba la sensación de brotar de la tierra como un ser vivo, formándose con algún propósito maligno.
Se giró ansiosa para volver a la calidez y la luz de la casa —y tal vez a una copa de vino— cuando sus pensamientos fueron interrumpidos por fuertes resoplidos, totalmente distintos del suave crujido del carruaje de Carlotta que se alejaba en la distancia. Nerissa forzó la vista para distinguir algún detalle entre los zarcillos arremolinados y cambiantes de la niebla.
Ladeó la cabeza con fastidio cuando de la niebla surgió poco a poco una gran carreta que avanzaba lenta y pesadamente hacia el patio, con el conductor encorvado como un troglodita en el asiento. ¿Qué comerciante haría una entrega a esas horas? Y llamando a la puerta de entrada, nada menos. ¿Pensaba que porque ella atravesaba una mala racha se podían obviar las reglas básicas del decoro?
—¿Es usted la señora Natoli? —El corpulento plebeyo bajó de la carreta y se sacó del cinturón un pergamino doblado.
—Sí, soy la Sra. Natoli. ¿Qué trae exactamente a mi casa a estas horas?
—Pues me temo que a su marido, señora.
Nerissa sintió que las rodillas se le doblaban cuando distinguió el tosco ataúd de madera en la parte posterior de la carreta. Maurice vino corriendo a su lado y ella se apoyó en él, tras cortársele de repente la respiración.
—¿Ashton? ¿Está… muerto?
El hombre la miró, con preocupación y compasión dibujadas en su curtido rostro. —Oh, demontre, ¿no lo sabía? Pues lo siento muchísimo, señora. Habría preferido que no se enterara así. No es forma. No, señor.
Le entregó el pergamino a Nerissa, quien lo tomó con los dedos entumecidos. Buscó algo que decir, cualquier cosa que acabara con la agonía que le contenía la respiración en el pecho. —¿Qué… qué hay de sus pertenencias? ¿Dónde están?
El hombre frotó las botas contra los escalones y sacudió la cabeza. —Bueno, pues… todo lo que tiene lo lleva puesto, ¿no? “Toda su riqueza es ahora un sudario”, como suele decirse.
Nerissa sentía que se quedaba lívida, y el hombre miró ansioso a su alrededor. —Pues se lo entro ahí atrás, ¿de acuerdo? —Se giró para subir a su asiento. Nerissa asintió en silencio y miró cómo la carreta salía del patio para ir a la parte posterior de la mansión. Se dio cuenta de que aún sostenía el pergamino. Lo desplegó y trató de distinguir algo entre las lágrimas que le hacían escocer los ojos.
La letra apretujada era difícil de descifrar, pero Nerissa ya veía de qué se trataba: una factura de entrega.


Elizabeth, por una vez en su vida, estaba inconsolable. Tal vez había empezado a asimilar al fin la magnitud de su infortunio con la noticia de la muerte de su cuñado. Había sido una de las personas favoritas de Ashton, quien reconocía en ella un alma gemela por su alegría y por cómo disfrutaba de la vida como un niño. Ahora sollozaba tan incesantemente que Nerissa se vio obligada a sobreponerse a su propio dolor y ocuparse de ella. Se enjugó las lágrimas y pensó qué podría animar a Elizabeth. —No te olvides de la fiesta de los Lancaster, cielo. Aún tienes que terminar tu disfraz. ¿Por qué no vas a buscar a Maurice para que te ayude a recortar más hojas?
Elizabeth asintió con la cabeza y se marchó al trote, dejando a Nerissa con sus pensamientos melancólicos. Sabía demasiado de demonios y brujería como para achacar todo esto a una mera coincidencia, pero le resultaba imposible encontrar alguna explicación que tuviera sentido. Se sintió estúpida por imaginar tales cosas, pero también era verdad que se sabía que tales cosas habían ocurrido últimamente en Westmarch. Por un momento, le entró el pánico: esa bruja, esa vieja, había matado a su marido. Y ahora iba a meter a la pobre Elizabeth en el trato. ¿Qué horrible destino podía ella…?
Sacudió la cabeza con fuerza. Lo que importaba era que la anciana iba a regresar esa noche, y que Nerissa tenía que andar con mucho ojo si quería hacerse con la fortuna que sabía que podía ser suya.


—¿Señora? ¿Señora? Una invitada… —Era evidente que Maurice no esperaba que Carlotta entrara sin más a grandes zancadas cuando le abrió la puerta, y fue siguiéndola como un cachorro confundido mientras se retorcía las manos y exclamaba con el tono de voz más alto que se atrevía a usar para dirigirse a su ama.
Nerissa se levantó del banco donde había meditado sobre la llegada de Carlotta y salió rápidamente a la balaustrada que daba a la entrada y a la escalinata principal. Maurice aún seguía a Carlotta, quien subió las escaleras con más energía de la que su cuerpo minúsculo sugería, con su bastón de ébano golpeando fuertemente cada peldaño de mármol. —Acompáñala, Maurice, si eres tan amable —respondió Nerissa en un tono tranquilizador, perfectamente consciente de que a Carlotta no le hacía ninguna falta. De hecho, aún gracias si el viejo criado lograba alcanzarla antes de que la anciana hubiera llegado a la estancia. Pero aquella era la clase de hipocresía gentil sobre la que se cimentaba la sociedad educada.
Tras las mínimas cortesías, Carlotta asió el puño de su bastón con ambas manos y se inclinó hacia delante en su butaca. —Y bien, hija mía. En cuanto a la apuesta...
Dejó que la palabra se apagara como una proposición indecente, y Nerissa se armó de valor. Le había dado muchas vueltas a la apuesta de esta noche. Enderezó la espalda, se puso las manos en el regazo cuidadosamente y habló de forma lenta y precisa como un colegial prudente que recitara una lección. —Una vez más, apuesto cualquier cosa que yo tenga y que usted quiera.
—¿Lo que siempre has llevado más adentro y que solo tú puedes dar?
Nerissa se limitó a asentir con la cabeza. —Por mi parte, deseo una dote para Elizabeth. Suficiente para que cualquier caballero de Westmarch quiera desposarla.
—Hecho.
Nerissa se sorprendió por la brusquedad en la voz de Carlotta. Y ese brillo en sus ojos… ¿Era "hambre" la palabra adecuada? No, pero parecía realmente que aquella vitalidad de mejillas sonrosadas de la anciana se hubiera deteriorado para convertirse más bien en una fijación malhumorada. La expresión no le sentaba bien a Carlotta, y Nerissa se sintió inquieta por lo mucho que había cambiado su comportamiento.
Carlotta tomó las cartas en silencio y las cortó a una mano con eficiente elegancia. Miró a Nerissa, y la luz reluciente, casi febril, que brillaba en sus ojos —enclavada de un modo tan incongruente en aquella cara arrugada y blancuzca— trajo una oleada de pánico al pecho de Nerissa. Apartó la mirada y se mordió fuertemente la lengua para distraerse. Carlotta robó una carta de la parte superior del mazo.
Nerissa cogió su carta y la puso ante ella. Carlotta hizo otro tanto, y luego cada mujer repitió el proceso hasta que ambas hubieron extraído tres cartas. El silencio impregnaba la habitación. Finalmente Carlotta extendió la mano, giró el once de leones y se quedó mirando expectante a Nerissa. Esta sintió un impulso momentáneo de tirar las cartas al suelo de un manotazo, pero lo reprimió. Rezando para que no le temblara la mano, escogió una carta al azar y descubrió el arcángel de coronas.
—Oh, caramba. Menuda suerte. —Carlotta sonrió y chasqueó la lengua con irritación fingida, pero Nerissa estaba segura de haber notado auténtico y rotundo disgusto en su voz. Ahora Nerissa ya casi tenía la certeza de que ganaría, y se relajó. La única cuestión sería cómo negociar el tamaño exacto de la dote una vez terminada la partida.
Carlotta giró el nueve de coronas, y Nerissa respondió inmediatamente con el tres de sierpes. Carlotta vaciló por primera vez, que Nerissa recordara, con la mano cernida sobre su última carta.
—Podríamos dejarlo en empate —sugirió, arqueando una ceja y con voz melosa—. Siendo la apuesta tan alta, lo justo es darte una última oportunidad de retirarte.
Nerissa no tenía ya ninguna duda de que la mujer estaba chiflada. Teniendo ahí la segunda carta más alta de la baraja, era prácticamente imposible que no ganara. ¿Por qué iba ella a dejarlo en tablas? ¿Y quién se retiraba de una partida de cartas antes de girar la última? El terror se apoderó de ella, y se preguntó si la anciana se iba a echar atrás en la apuesta. Tal vez estaba tan endeudada como Nerissa. Tal vez nunca tuvo una moneda que ofrecer a la familia, y todo esto era un juego delirante suyo. Tal vez…
Pero tal vez no. Nerissa llegaría hasta el final de esta farsa si eso suponía la más mínima esperanza de casar a Elizabeth. Le devolvió a Carlotta su sonrisa de cortesía benévola y desestimó la idea con un gesto de la mano. —¿Y privarla a usted de la posibilidad de ganar? Jamás. Tal vez tenga usted ahí el arcángel de estrellas.
Carlotta miró la carta como si considerara la posibilidad de que bajo los dedos tuviera en efecto el arcángel de estrellas de la baraja, y de repente giró la carta con tanta fuerza que Nerissa dio un respingo.
El dos de leones.
Las dos mujeres rieron, una risita ahogada muy practicada que trivializaba los momentos incómodos y tranquilizaba a los presentes al demostrar que el decoro no se había traspasado de un modo irreparable. Pero Nerissa sentía cómo la tensión abandonaba su cuerpo como un líquido inmundo, y la mano libre de Carlotta se aferraba al puño de su bastón con una fuerza extrema. Sus dedos encogidos quedaron suspendidos sobre la carta, como si hubiera una manera de darle de nuevo la vuelta para obtener un resultado distinto.
—Oh, mi querida Carlotta. Me temo que me ha dado un susto… —Nerissa comenzó la frase, pero, una vez más, la mujer se puso de pie rápidamente y salió de la estancia sin echar la vista atrás. Nerissa la siguió, sin estar segura de cómo abordar el tema del pago de la dote. Finalmente decidió que si Carlotta pretendía desentenderse de la apuesta no había nada que perder, y que, si pensaba cumplir con su parte, era obvio que Nerissa iba a tener que sacar el tema antes de que Carlotta saliera de la casa.
—Bueno, pues, Carlotta. Deberíamos discutir…
—No.
Esa única palabra salió como una estela viciada de la mujer que se iba, y Nerissa se quedó sin aliento. Carlotta giró sobre sus talones al llegar a la puerta de entrada.
—No, no deberíamos discutir nada. Tú, tú Sra. Natoli, debes tener en cuenta qué hay en juego. Y si deseas que vuelva mañana, volveré. Pero no discutiremos nada.
Y tras decir eso, se fue.


Nerissa observó acongojada cómo el carruaje se alejaba traqueteando en la noche. ¿Había sido todo en vano? ¿Era esa la última vez que vería a Carlotta, y había sido su fortuna una falsa y cruel ilusión? Nerissa apretó los puños. Una dote para Elizabeth. Era lo único que quería. Si todo lo demás le era arrebatado, al menos aún podría mantener la dignidad sabiendo que le había asegurado una vida de confort y ventajas a su hermana, quien realmente no tenía mucho más que ofrecer que su belleza y ninguna preparación para una vida sin comodidades.
Se quedó mirando a la oscuridad, medio esperando que una dote se le presentara como una aparición milagrosa, y sacudió la cabeza y se reprendió por tales fantasías ridículas. Carlotta se había ido; Ashton se había ido; la partida había terminado; y Elizabeth se vería obligada a casarse con un vulgar plebeyo, y eso aún con suerte. Nerissa reflexionó sobre sus opciones y decidió que otra serie de cartas a los diversos acreedores, rogándoles paciencia, no haría ningún daño, y además no se le ocurría otra cosa en aquel momento. Echó un último vistazo a la penumbra, se dio la vuelta para entrar en la casa y cerró la puerta tras ella.
—¿Maurice? —llamó, y el viejo lacayo apareció desde detrás de una esquina.
—¿Sí, señora?
—Lleva una lámpara a mi estudio. Tengo que escribir unas cartas. —Oyó la acritud en su propia voz y lo lamentó. Maurice era leal hasta el fin, y no debía dejar que su decepción se tornara en resentimiento hacia él—. Gracias, Maurice —añadió, y él agradeció aquella rara amabilidad con un gesto cortés y se fue arrastrando los pies por el vestíbulo.
Nerissa se quedó un momento en la entrada de la casa, sin ganas de ponerse a la tarea de suplicar a los acreedores otra prórroga, y decidió que no había prisa; al fin y al cabo no podría redactar nada hasta que Maurice viniera con la lámpara. Se sentía sulfurada, tensa y cercada, como un animal acorralado por sabuesos. Se preguntó si tal vez si se quedaba quieta, si no se movía, podría posponer de algún modo lo inevitable.
El golpe en la puerta fue tan suave que Nerissa creyó al principio que lo había imaginado. Luego sonó otra vez, más fuerte, más insistente. El corazón le dio un vuelco, y se esforzó por mantener la calma. No había ninguna razón para sospechar que aquello tuviera nada que ver con su pueril fantasía sobre una dote mágica, ni motivo para creer que se trataría de algo mejor que como había sido el retorno de Ashton. Se acercó a la puerta mientras llamaban de nuevo y, prescindiendo del protocolo, decidió abrirla ella misma.
El chico de la puerta apenas aparecía capaz de armar todo aquel jaleo, pero se descubrió ante Nerissa al verla y sacó de su bolsa una carta sellada.
—Buenas noches, señora, una carta para usted. —Tomó la carta que le presentaban y reparó en el intrincado sello marcado en la cera que, junto con un trozo de cinta de seda negra, mantenía cerradas las notas plegadas. Le ofreció una moneda al chico, pero este se echó hacia atrás notablemente—. Disculpe usted, señora, pero no puedo aceptar pagos. Ya me han pagado, ¿no?
Nerissa sonrió ante su sinceridad y le ofreció nuevamente la moneda. El chico levantó los brazos como protegiéndose de ella, y a Nerissa se le desvaneció la sonrisa. —No, señora, por favor. Tengo mis órdenes. —Estaba claramente asustado y se marchó, sin apartar la vista de la moneda como si Nerissa fuera de algún modo a metérsela contra su voluntad. ¿Quién había enviado al crío con unas instrucciones tan disparatadas? Qué cosa tan extraña. Trató de reírse de ello, pero la voz se le atascó en la garganta y no le salía.
Tras cerrar la puerta, examinó el sello. Era un escudo de armas, pero que no le sonaba. ¿Alguien de fuera de Westmarch? ¿Quién podría tener algo que ver con ella?
Un temor le subió desde lo hondo del estómago al ocurrírsele que no tenía ni idea de dónde había estado Ashton todos esos meses, ni forma de saber a quién podría haberle pedido prestado dinero. Tal vez hubiera aún más acreedores, con nombres de familia. Acreedores dispuestos a enviar una carta a una gran distancia para reclamar lo que se les debía…
Frustrada con su imaginación hiperactiva, Nerissa rompió el sello y desató la cinta. Abrió la carta y la leyó, primero con recelo, luego con curiosidad, y luego con las manos temblorosas y la mayor alegría que había sentido en meses.
Una dote. Lo imposible había sucedido. Una dote para Elizabeth. Nerissa bendijo a Carlotta y a cualquiera que fuera el ángel de los Altos Cielos que la había enviado, y llamó a gritos a su hermana.
—¡Elizabeth! ¡Ven aquí enseguida!
Su voz sonaba ajena, indecorosamente fuerte, casi escandalosa en la tranquilidad de la casa. Leyó otra vez la carta, y no podía haber ninguna duda. Era el milagro prometido. Lo había apostado todo y había ganado lo único que de verdad le importaba.
—Nerissa, guapa, ¿qué pasa? —Elizabeth bajó trotando por las escaleras, vestida con su ridículo traje otoñal, con las hojas colgándole y agitándose. Nerissa se fijó en que algunas incluso se le iban cayendo por la prisa con que venía, y soltó una risita al ocurrírsele que Elizabeth perdía sus hojas como un árbol caduco en otoño. Pero se contuvo, un tanto perturbada por la idea, y ofreció a su preocupada hermana su sonrisa más amable y benévola.
—Elizabeth, tenemos muy buenas noticias. Al parecer, el vizconde —miró de nuevo la carta para estar segura del nombre—, el vizconde Delfinus es un pariente lejano nuestro. Por desgracia ha fallecido. —Trató de poner una cara seria, pero apenas merecía la pena esforzarse—. Pero antes de morir, reservó unos fondos para sus parientes más jóvenes que estuvieran sin casar.
Hizo una pausa para dejar que Elizabeth estallara de alegría, pero la chica simplemente se quedó mirándola, esperando a que se explicara.
—Una dote, Elizabeth. Te han concedido una dote. Y bien generosa, por cierto.
Elizabeth chilló y aplaudió como una niña entusiasmada, dando saltos de júbilo. Por una vez, a Nerissa no le pareció apropiado intentar contener el arrebato de su hermana. Sus meses de ir arañando aquí y allá, de ahorrar y suplicar, habían dado al fin sus frutos. Elizabeth iba a casarse, y toda la alta sociedad de Westmarch vería a Nerissa Natoli andar de nuevo con la cabeza alta.
—¡Una dote! Me casaré como es debido, con un caballero. —Elizabeth se puso a dar volteretas, en medio de un intenso crujir de hojas. Nerissa dominó su impulso de regañar a la chica; al fin y al cabo, aquel era un momento de triunfo. Que la niña botara y revoloteara cuanto quisiera.
—¡Maurice! —Elizabeth soltó un chillido intenso. Nerissa se estremeció por la fuerza con que gritó su hermana, pero, antes de que pudiera decir nada, la chica le había cogido las manos y cotorreaba sin parar, con el rostro irradiando felicidad.
—¿Será también un soldado? Dicen que el capitán Donne busca esposa, y es un caballero muy apuesto. ¿O un cortesano, quizás? Raymond Haston se pasó media noche bailando conmigo en la última velada de la Sra. Whittington, y creo que le gusto. Y Celeste dice que varios caballeros de Entsteig van a cruzar el golfo para venir al baile de la Sra. Lancaster, y seguro que alguno adecuado habrá entre ellos…
Nerissa asentía vagamente a toda la cháchara de la chica. Ya habría tiempo para elegir un marido muy pronto, y sonrió por encima del hombro de Elizabeth a Maurice, que venía cojeando lo más rápido que podía, con cara de preocupación y llevando la lámpara en una mano.
—¡Oh, tengo que contárselo a Maurice ahora mismo! Tengo que… ¡Maurice! —Elizabeth se separó de Nerissa con tanta fuerza que casi chocó con el viejo criado, quien extendió la mano para frenar a la chica. Elizabeth tropezó al enredársele el pie en el enmarañado dobladillo de su vestido, e hizo un ademán desesperado de agarrar el brazo del hombre. Se aferró a él, haciéndole perder el equilibrio, y la lámpara se estrelló contra el suelo de piedra, extendiendo un charco de aceite llameante entre ellos.
Nerissa gritó y luego se recompuso. Elizabeth y Maurice se apartaron con cuidado del charco ardiente y se quedaron pendientes de ella como niños asustados. Intentó pensar, pero, por un largo instante, las llamas danzantes la tenían hipnotizada. Entonces le espetó a Maurice: —Una escoba. Trae una escoba y apaga el fuego a golpes. —El viejo se alejó renqueando y Nerissa miró alrededor para ver si había algo inflamable cerca del aceite ardiendo. Devolvió su atención a Elizabeth, que temblaba presa de la excitación y el miedo, y Nerissa se obligó a esbozar una sonrisa—. No pasa nada, Elizabeth. Todo va a salir…
Calló cuando sus ojos siguieron la voluta de humo hasta el dobladillo del traje de Elizabeth. Una de las hojas de pergamino ardía levemente y, ante la mirada de Nerissa, estalló en una pequeña y brillante llama fluctuante. El fuego se extendió rápidamente por la hoja de pergamino y saltó a otra, y, antes de que Nerissa pudiera salir de su trance, eran media docena las que estaban prendidas. Ahora gritó de verdad y rodeó a toda prisa el charco de llamas mientras Elizabeth miraba hacia abajo y descubría el fuego por sí misma. Antes de que Nerissa llegara hasta ella, la chica aulló de puro terror y se alejó disparada del aceite ardiente, con lo que avivó las llamas, que se convirtieron en un incendio que cubría la mitad del vestido. Nerissa fue tras ella, pero Elizabeth estaba dominada por el pánico, corriendo por el pasillo por delante de su hermana y chillando como una posesa. Nerissa la alcanzó al fin y la sujetó, con el calor abofeteándole la cara y Elizabeth forcejeando violentamente para liberarse. Nerissa daba palmadas al fuego, pero este no hacía sino crecer, con chispas arremolinándose a su alrededor. Elizabeth gritó de dolor cuando le brotaron llamas en el pelo, y se zafó de Nerissa, quien agarró el traje y tiró con todas sus fuerzas. Las viejas costuras se desgarraron, y el traje se despegó de Elizabeth, que se desplomó en el suelo. Nerissa saltó hacia ella, apagándole las llamas del pelo a golpes, mareada por el olor de carne quemada.


Nerissa había enviado inmediatamente a Maurice a por los curanderos, y, para su gratitud eterna, no solo habían venido, sino que lo habían hecho enseguida. Estuvieron trabajando en Elizabeth durante horas, y le habían salvado la vida, pero no su belleza. Su rostro estaba desfigurado por ronchas rochas y pegajosas, que los curanderos le dijeron que acabarían dejándole cicatrices. Su pelo había quedado trasquilado, con el cuero cabelludo medio cubierto de llagas húmedas y carne chamuscada. Había perdido uno de los ojos, con la ceja hundiéndosele de forma grotesca sobre la cuenca vacía. Lo que quedaba de sus labios estaba retorcido en una mueca burlona y angustiada.
Nerissa la había estado velando hasta el amanecer, cuando los ungüentos y las pócimas medicinales permitieron al fin a Elizabeth caer en un sueño inquieto, y había estado pensando en su error. Había tomado a la anciana demasiado a la ligera, eso era evidente. Pero, más que eso, Carlotta había anulado todo cuando Nerissa había intentado conseguir. La dote había sido tanto para ella como para Elizabeth, comprendió, y los dientes le rechinaron con frustración. Si solo se tratara de ella, no volvería a ver nunca más a esa mujer horrible. Se retiraría a una pobreza gentil a lamerse las heridas, pero no soportaba lo que le había sucedido a Elizabeth. Carlotta había usado sus deseos contra ella, y Elizabeth había sufrido terriblemente por ello, y seguiría sufriendo por el resto de su espantosa vida a menos que Nerissa pudiera deshacer de alguna manera lo acontecido.
Dos veces había jugado por la riqueza que ansiaba con desespero, y dos veces les había ocurrido algo terrible a sus allegados. La vieja bruja no iba a engañarla una tercera vez. Le sobrevino una certeza fría y amarga, y supo qué tenía que hacer. Esa noche, Nerissa estaría preparada. Esa noche, subiría la apuesta. Y aun así, esa noche no importaría si ganaba o perdía.


Maurice se asomó entre las pesadas cortinas de la sala y contempló la calle ahí abajo como un halcón anciano. Se culpaba por lo que le había pasado a Elizabeth, y aunque Nerissa había hecho todo lo posible por tranquilizarlo, esta no podía contarle la verdad sobre el horrible accidente. Así que desempeñaba su nuevo cargo como un soldado en el campo de batalla, y observaba la calle para ver llegar el carruaje que ambos esperaban. Si le resultaba extraño que Nerissa recibiera invitados y jugara a cartas justo después de dos tragedias, no lo dijo.
Nerissa se obligó a no servirse otra copa de vino y meditó, una vez más, sobre la inminente llegada de Carlotta. Se le ocurrió que no tenía por qué jugar otra partida con aquella criatura vieja. Podía no dejarla entrar. Pero eso, claro, no sería necesario; sabía que Carlotta solo vendría si Nerissa lo deseaba. Y sabía que Carlotta vendría sin falta si eso era lo que Nerissa deseaba.
Oyó un reloj lejano anunciando la hora en la ciudad y se estremeció. Se preguntó de qué madriguera decrépita habría salido la mujer, y se le ocurrió que lo que había sucedido cuando ganó a las cartas no sería probablemente nada comparado con lo que pasaría si perdía. La asaltaron historias susurradas de corazones sanguinolentos y aún palpitantes arrancados de los pechos de las víctimas, pero se sacudió esas imágenes truculentas; Carlotta pronto estaría aquí, y Nerissa necesitaba estar centrada. La vieja era alguna especie de demonio al que se podía hacer venir con solo pronunciar su nombre. Nerissa articuló en silencio las sílabas, imaginando que estaba invocando a un espíritu vil y repugnante de un abismo purulento.
—Señora —dijo Maurice con voz ronca—, ahí está.
La sonrisa entretenida de Nerissa se convirtió en una mueca de agria determinación. —Muy bien, Maurice. Hazla pasar. —Nerissa se reclinó en su butaca y contempló nuevamente las cartas. En ya dos ocasiones le habían dado la victoria, y aun así había perdido más con cada partida. Pero esta noche sería distinto, pensó, y se sirvió una copa de vino. Esta noche, si todo iba según lo previsto, no importaría que esa fuera casi la última botella de la casa, reflexionó mientras paseaba el penetrante licor por su boca. Claro que con esta… esta bruja, o demonio, o lo que quiera que fuera la mujer, no podía estar segura de que las cosas fueran según lo previsto. Pero estaba decidida. Se había comprometido, y ahora era el momento de llegar al final de la partida. Colocar a Maurice en las cortinas había sido su primer movimiento en el nuevo gambito. Esta noche no se iba a dejar sorprender.
No obstante, en lugar de la llamada a la puerta, Nerissa oyó el repiqueteo entrecortado de ese espantoso bastón de ébano en los suelos de mármol. Era imposible que Maurice hubiera ido cojeando tan rápido hasta la puerta para abrirla, y de hecho no había oído en absoluto que la gran puerta de roble se abriera. Y sin embargo, Carlotta estaba en su casa, subiendo ya rápidamente por las escaleras, acercándose con cada golpe insistente del bastón en los escalones.
Nerissa escuchó el ruido ascender por la escalinata y aproximarse luego a la habitación, con Maurice siguiéndolo trabajosamente. Carlotta irrumpió en la estancia, y Maurice anunció: —La Sra. Carlotta. —Ya más bien sin ningún sentido.
Nerissa, con toda la intención, no se levantó a recibir a su invitada. Se arrellanó en su butaca. Notaba que Carlotta tenía tantas ganas de jugar como ella, y había decidido que esta vez sería la vieja quien le fuera detrás a ella.
Carlotta no hizo ninguna indicación de haberse dado cuenta del desprecio, pero Nerissa sabía demasiado de relaciones sociales como para dejarse engañar. La anciana se sentó con un gruñido, sujetando fuertemente su bastón con ambas manos. Nerissa levantó al fin la vista de las cartas y le dedicó una sonrisa tirante, artificial.
—¿Vino?
Carlotta le devolvió la sonrisa, sin que apenas se le vieran los dientes. —Gracias. No.
Las dos mujeres se miraron fijamente, y Nerissa analizó a Carlotta, que ya no era la aristócrata viuda de carrillos sonrosados a la que había conocido en el carruaje. Las mejillas estaban hundidas, los labios agrietados, los dientes… de algún modo más afilados. Una luz de hambre voraz y desesperado le brillaba en los ojos, y a Nerissa se le ocurrió que las noches anteriores debían de haber sido duras para aquella criatura antigua. Había hecho un gran esfuerzo para traer un grave y terrible sufrimiento a la casa de Nerissa, y no se había llevado nada a cambio. Nerissa tomó otro sorbo de vino, dejando que el silencio flotara en el aire. Su madre le había enseñado que era un enorme error dejar entrever en algún momento a tu adversario lo mucho que querías algo: una necesidad siempre era una debilidad, le había dicho. Pero Nerissa sabía por la forma como las manos ajadas de Carlotta envolvían y se enroscaban sin descanso en torno al puño de su bastón que esa criatura necesitaba profundamente la partida de esta noche. Muy bien, pues. Aquel sería su punto de apoyo.
Nerissa cogió el joyero recubierto de terciopelo y lo abrió, sosteniéndolo para que Carlotta examinara el contenido. —Nos hemos apostado palabras y promesas, pero estas reliquias son diamantes y oro. ¿Seguro que no preferiría que jugáramos por… una apuesta bastante más alta?
Algo parecido al pánico brilló en los ojos de Carlotta, y su mandíbula se tensó por un momento antes de sonreír servil. —No, querida. Eso no bastaría. Si voy a concederte tu mayor deseo, debes ofrecerme tu posesión más valiosa. —Su lengua chasqueó sobre los labios con la destreza de un reptil, y Nerissa la imaginó bífida y siseante. Asintió con aprobación.
Al ver eso, a Carlotta se le dibujó una sonrisa sincera pero profundamente maliciosa. —¿Y qué nos apostaremos esta noche? ¿Qué es, esta noche, lo que más deseas?
Nerissa sonrió tranquilamente, pero su corazón latía con fuerza en su pecho. No tenía ninguna duda de que, si perdía, esa mujer lo reclamaría de algún modo. Articuló sus palabras cuidadosamente, pero encubiertas en un tono despreocupado. —Solo querría que Elizabeth volviera a ser hermosa y feliz.
Carlotta tomó aliento para responder, pero Nerissa la interrumpió levantando un dedo.
—Pero, esta noche jugaré con la condición de que Elizabeth también tenga su felicidad y belleza mientras dure la partida, hasta que yo gire mi última carta.
Carlotta la fulminó con la mirada, desconcertada. —¿Quieres tener lo apostado antes de ganarlo? Eso es ridículo.
—Si me lo puede ofrecer, me lo puede quitar si pierdo. —Nerissa sonrió dulcemente—. Lo único que pido es que Elizabeth disfrute de unos breves instantes de felicidad y hermosura. A menos, claro, que usted prefiera jugar por una apuesta menor. —Hizo un leve gesto con la mano hacia el joyero abierto, y Carlotta negó con la cabeza, con el rostro dividido entre la furia y la ansiedad.
—No. Claro que no. Pero pides demasiado. No puedes tener lo apostado antes de ganarlo.
Nerissa sentía que andaba en la cuerda floja del decoro, sopesando el empeño de Carlotta de salirse con la suya y el evidente hambre de la vil criatura. Sonrió con soltura adquirida y calibró la incertidumbre en los ojos de Carlotta, el tic nervioso de los dedos, el ángulo ansioso de sus hombros. Era la viva imagen de la necesidad, por más que intentara enmascararlo.
Nerissa miró fijamente a Carlotta durante un largo instante, luego se encogió de hombros como admitiendo la derrota e indicó de nuevo el joyero. Ladeó la cabeza con insolencia, retando a Carlotta a aceptar las joyas y adornos.
A Carlotta, con los dientes al descubierto, le hervía la sangre.
—Que así sea. —Dio una palmada y Nerissa soltó un grito ahogado a su pesar. Durante un instante, la luz de la lámpara había parpadeado, y en las sombras los ojos de Carlotta habían brillado como brasas ardientes. La anciana sonrió, triunfante y rapaz, y Nerissa luchó por recobrar la compostura. Carlotta parecía aún más marchita y raída que hacía tan solo un momento. Pero nunca había tenido un aspecto más letal.
Inmediatamente, llegó del pasillo el golpeteo de pies descalzos, casi corriendo. Carlotta sostuvo la mirada de Nerissa, con el atisbo de una sonrisita de suficiencia tirándole de la comisura de la boca. Nerissa sonrió con benevolencia, como si contemplara a un invitado especial en una cena de gala. Su estómago se retorcía en un nudo doloroso, pero su cara transmitía insulsa afabilidad.
La puerta se abrió de golpe, y ninguna de las mujeres se movió. Elizabeth corrió junto a Nerissa, llevando solo puesta su enagua, con su dorada cabellera suelta sobre sus hombros, y sus delicadas facciones más radiantes y bellas que nunca.
—Oh, Nerissa, he tenido un sueño extrañísimo. Era… era… oh, vaya. —Soltó una risita, llevándose los dedos a la boca—. He olvidado qué era.
Nerissa alzó finalmente la vista hacia ella, girando la cabeza con precisión indolente. —Eso tiene gracia, Elizabeth, cariño. Pero me temo que ahora mismo tengo una invitada más bien importante.
Elizabeth pareció ver a Carlotta por primera vez y retrocedió ligeramente. —Oh, siento mucho interrumpir. ¿En qué estaría yo pensando? —Daba la sensación de no saber qué hacer, aterrada por la horrible arpía pero demasiado arrebatada para marcharse—. ¿Debería… irme ya?
La vieja contempló a Elizabeth, y la chica se encogió detrás de la butaca de Nerissa. —Sí, Elizabeth —graznó Carlotta con voz ronca, con sus dedos apretando con más fuerza el puño de su bastón de ébano—. Despídete de tu hermana.
Los ojos de Nerissa se entornaron, y Carlotta sonrió con evidente crueldad, lejos ya cualquier fachada de cortesía. Nerissa mantuvo su mirada fija en Carlotta durante un instante más, y luego se giró para ofrecer una sonrisa sincera y cariñosa a su desconcertada hermana. —Adiós, Elizabeth —susurró, y Elizabeth retrocedió involuntariamente.
—Adiós —respondió ella vacilante, y luego se dio la vuelta, yéndose casi corriendo de la habitación.


—Bueno. —Carlotta cortó las cartas, y Nerissa titubeó, y luego robó. Con las seis cartas sobre la mesa, sintió que la duda volvía a aflorar en ella. Se obligó a disiparla, decidida a llegar hasta el final. Descubrió la carta que tenía más a la derecha y reprimió la excitación de ver el alfil de estrellas. Carlotta emitió un ruidito de desaprobación y giró el cinco de sierpes. Miró a Nerissa con absoluta impaciencia en los ojos, y Nerissa tuvo que dominarse para no echarse atrás.
Extendió la mano, indecisa, y entonces volteó la carta y oyó la grosera risilla de Carlotta. El dos de leones no le iba a ser de gran ayuda. Nerissa echó una mirada al joyero cuando la mano de Carlotta se cernía sobre sus dos cartas restantes, descendiendo finalmente sobre una.
Soltó un auténtico bramido de placer al girar el arcángel de estrellas. Se reía y se balanceaba en su asiento, mientras a Nerissa la cabeza le daba vueltas. La carta más alta de la baraja. Miró su última carta, sabiendo que no importaba lo más mínimo. Y aun así…
—Vamos, queridita. —Carlotta ya ni se molestaba en disimular su regocijo malévolo—. Dale la vuelta. Acabemos con esto, ¿quieres? —Su sonrisa era pura depredación, y Nerissa se sorprendió preguntándose cómo se hacía la vieja bruja con los corazones de la gente. ¿Los aspiraba por la boca? ¿Desgarraba el pecho con esos dedos como garras? ¿O simplemente roía el esternón como una rata horriblemente descomunal?
Sacudió la cabeza para arrinconar esos horrores y sonrió a Carlotta. —Por supuesto, aún no es tarde para dejarlo en tablas. O para cambiar la apuesta… —Cogió el joyero una vez más y acarició el zafiro de la peineta, y resiguió con los dedos las joyas del mango del estilete.
—No —espetó la anciana, inclinándose hacia delante en su butaca—. Lo habías aceptado. Has perdido. Ahora gira la carta y terminemos con el juego.
—Sí —respondió Nerissa, con puro temple en su voz—. Terminemos con el juego. —Y con un rápido movimiento, sacó el estilete de su funda. Carlotta chilló y alzó el bastón para rechazar el golpe, con un fuego antinatural llameándole en el mango, pero Nerissa dio la vuelta al cuchillo y lo hundió en su propio pecho. Salió sangre carmesí a chorros, salpicando las cartas, y Carlotta retrocedió, gruñendo con furia animal. La brillante sangre arterial caía sobre la mesa con una fuerza rápidamente decreciente, hasta que los ojos de Nerissa se pusieron en blanco y se desplomó en su butaca. La sangre caía ahora suavemente, empapando lentamente su corpiño de brocado.
Carlotta se quedó quieta largo rato, respirando con leves jadeos, con su lengua bífida lamiendo unos labios escamados. Su mirada pasó del cadáver que se enfriaba a la partida inacabada en la mesa.
Desde algún lugar de la casa oyó el golpeteo sordo de los pies de Elizabeth y comprendió, con creciente desazón, que el hechizo que había lanzado sobre la joven duraría hasta que la partida terminara. La arpía silbó y extendió la mano para dar la vuelta a la última carta de Nerissa, pero se paró en seco. La acción sería inútil. Las condiciones del juego habían sido fijadas, inquebrantables.
Hasta que yo gire mi última carta, había dicho Nerissa.
Con gran esfuerzo, Carlotta se puso en pie, apoyándose pesadamente en su bastón.
—Bien jugado, querida. Muy bien jugado.
Dio la espalda a las cartas ensangrentadas y, con pasos lentos y dolorosos, salió renqueante de la habitación.
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